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Del ajedrez a la inteligencia artificial

El gran éxito de AlphaZero da inicio a una nueva era del conocimiento humano.

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A principios de diciembre, investigadores de DeepMind, la compañía de inteligencia artificial de Google, enviaron un mensaje desde las fronteras del ajedrez. Un año atrás, en diciembre de 2017, el equipo había anunciado AlphaZero, un algoritmo de aprendizaje automático que no solo había logrado dominar el ajedrez, sino también el shogi (el ajedrez japonés) y el Go. El algoritmo comenzó con una máquina que no sabía nada de los juegos, excepto sus reglas iniciales. Luego, jugó contra sí misma millones de veces y aprendió de los errores, al igual que un ser humano: pero, a diferencia de nosotros, en solo unas horas se volvió la mejor jugadora de la historia.

 

Los detalles sobre el funcionamiento y los logros de AlphaZero fueron revisados por otros especialistas y se publicaron este mes en la revista Science. El nuevo artículo ha disipado muchas dudas sobre la pretensión original (entre otras dudas, no se sabía si AlphaZero jugaba contra su oponente, una computadora llamada Stockfish, de manera justa). AlphaZero no ha cambiado en los últimos doce meses, pero sí se ha demostrado su superioridad: muestra un tipo de intelecto que los humanos nunca han visto.

 

El ajedrez por computadora ha avanzado muchísimo durante los últimos veinte años. En 1997, Deep Blue, el famoso programa jugador de ajedrez de I. B. M., logró vencer a Garry Kasparov, campeón mundial, en un juego de seis partidas. En retrospectiva, esta victoria no era misteriosa, ya que Deep Blue podía evaluar 200 millones de posiciones por segundo: jamás se cansaba, dudaba u olvidaba un movimiento. Para bien o para mal, jugaba como una máquina: de manera brutal y materialista. Podía calcular más que Kasparov, pero no podía pensar más. En el primer juego, Deep Blue, codicioso, aceptó el sacrificio de Kasparov de un peón por un alfil, pero perdió el juego 16 movimientos más tarde.

 

A la nueva generación de programas de ajedrez le gusta capturar las piezas del oponente y defender brutalmente. Pero, en realidad, no comprenden realmente el juego: se les deben enseñar los principios básicos del ajedrez. Estos principios, refinados durante décadas de grandes maestros, se programan en los motores como funciones complejas, que indican qué se debe buscar en una posición y qué se debe evitar. Los motores son toscos: tremendamente rápidos y fuertes, pero sin conocimiento real.

 

Pero con el aprendizaje automático, esto cambió. AlphaZero jugó contra sí misma, actualizó su red neuronal y descubrió los principios del ajedrez sin que nadie introduzca fórmulas más allá de las instrucciones iniciales. No se concentró en vencer a maestros humanos, sino que venció a Stockfish, la computadora campeona del mundo actual. En cien partidas contra ese motor fabuloso, AlphaZero ganó veintiocho veces y empató setenta y dos. No perdió un solo juego. Lo más desconcertante fue que AlphaZero mostró un conocimiento real: jugó de manera intuitiva y bella, con un estilo de ataque hermoso y romántico. Apostó cuando fue necesario y se arriesgó. En algunos juegos, incluso, se burló de Stockfish: en la décima partida, retrajo a su reina a la esquina del tablero, en su propio territorio y lejos del rey de Stockfish, algo que no se haría normalmente. Pero fue un movimiento letal, ya que no importaba la respuesta de la campeona: fue como si AlphaZero esperara que Stockfish se diera cuenta, después de billones de cálculos, de que no quedaba nada por hacer. La nueva computadora tenía la delicadeza de un virtuoso y la potencia de una máquina. Era el primer vistazo que tenía la humanidad de un tipo de inteligencia nuevo y asombroso.

 

La primera vez, algunos observadores dijeron que Stockfish había perdido por no tener acceso a sus aperturas memorizadas. Esta vez, incluso con las aperturas, fue vencida de nuevo. Luego, AlphaZero le dio a Stockfish diez veces más tiempo para calcular jugadas: aun así, volvió a derrotarla. Ganó pensando mejor, y no solo más rápido: examinaba sesenta mil posiciones por segundo, nada en comparación a los sesenta millones que analizaba Stockfish. Era más sabia: sabía qué pensar y qué ignorar. Reflejó la verdad sobre el juego, en lugar de las prioridades y prejuicios de los programadores.

 

Ahora, la pregunta es si este aprendizaje automático puede ayudar a los seres humanos a descubrir otras verdades, como respuestas a los grandes problemas de la ciencia y la medicina: la cura del cáncer, la conciencia, los acertijos del sistema inmunológico, los misterios del genoma... Los resultados son alentadores. En agosto, se exploró cómo se podría aplicar el aprendizaje automático a los diagnósticos médicos. En un primer artículo en la revista Nature Medicine, los médicos de Moorfields Eye Hospital, en Londres, y el equipo de DeepMind, desarrollaron un algoritmo para clasificar un amplio rango de patologías de la retina. En el campo de la oftalmología hay una gran falta de expertos que puedan interpretar los millones de análisis de ojos cada año y los asistentes artificiales podrían ser de gran ayuda. En un segundo artículo, el algoritmo decide si un paciente de la sala de urgencias o de una tomografía computada muestra señales de accidente cerebrovascular, hemorragia intracraneal o cualquier otro evento neurológico crítico. Para las víctimas de un accidente cerebrovascular, cada minuto es esencial y, mientras más se demora el tratamiento, peor es el resultado (los neurólogos tienen su propio dicho: “El tiempo es cerebro”). El nuevo algoritmo tuvo una eficacia similar a la de los expertos, pero fue 150 veces más veloz.

 

Lo frustrante es que los algoritmos no pueden saber en qué están pensando. No sabemos cómo funciona su razonamiento y, por lo tanto, no podemos confiar en ellos. AlphaZero parece haber descubierto algunos principios importantes sobre el ajedrez, pero no puede explicarlos, al menos, no por ahora. Y los humanos no solo queremos respuestas, queremos conocimiento.

 

En matemática, hay un teorema de varios años que se denomina “teorema de los cuatro colores”. Dice que, bajo ciertas restricciones, un mapa de países limítrofes se puede colorear con solo cuatro colores, de manera que no haya dos países vecinos con el mismo color. Una computadora demostró este teorema en 1977, pero aún no sabemos cómo. La prueba se validó, se simplificó, pero aún requiere de un procesamiento descomunal, como el de los ancestros de AlphaZero. Esto molestó a muchos matemáticos. No necesitaban saber que el teorema era verdadero, ya lo creían verdadero. Lo que querían era comprender el porqué.

 

En un futuro, podemos imaginar la evolución de AlphaZero en un algoritmo de resolución de problemas más general, llamémoslo AlphaInfinity. Como su ancestro, tendría un conocimiento supremo, bellas pruebas y la elegancia de las partidas de ajedrez de AlphaZero contra Stockfish. Y AlphaInfinity no solo nos haría aceptar la verdad de un teorema, sino que nos lo explicaría. Para los científicos y matemáticos humanos, este día marcaría el inicio de una nueva era. Pero habrá un día en que no podamos seguirles el paso a las máquinas y el amanecer de la era del conocimiento llegará a su fin. En lugar de comprender los profundos patrones de la genética, las partículas subatómicas, el sistema inmunológico, nos sentaríamos a los pies de AlphaInfinity y escucharíamos sus prédicas. Solo podríamos confirmar sus observaciones. Seríamos meros espectadores con la boca abierta, maravillados y confusos.

 

Quizá, si un día AlphaInfinity descubriera la cura para todas nuestras enfermedades y la solución para todos nuestros problemas científicos, dejaría de molestarnos nuestra falta de conocimiento: y recordaríamos con orgullo la era dorada del conocimiento humano, este interludio glorioso, de unos pocos miles de años, entre nuestro pasado (desconcertado) y nuestro futuro (también desconcertado).

 

 

Fuente: The New York Times

 

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