28 de Abril de 2024
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Memorias ancestrales: la vida en Lago Rosario a través de los ojos de Albarino Cheuquehuala

En medio de la Semana de los Pueblos Originarios, Albarino Cheuquehuala comparte sus memorias arraigadas en las tierras de Lago Rosario. "Acá es donde nací y me crié, donde hice mi vida", expresa con nostalgia y orgullo.

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Por Lelia Castro

 

Albarino Cheuquehuala nació y vivió toda su vida en Lago Rosario, donde aprendió todo lo que sabe acerca del trabajo en el campo y las tradiciones e idioma mapuches, a las que defiende y mantiene hasta hoy en día.

 

En sus palabras, se entrelazan recuerdos de una infancia marcada por la enseñanza de sus padres Margarita Calfú y Domingo Cheuquehuala, el sacrificio familiar y la fortaleza comunitaria. "Era muy difícil vivir acá, porque estos lugares no estaban tan despejados como ahora", rememora, describiendo inviernos crudos y la lucha diaria por el sustento.

 

Los recuerdos de la madre y el padre son las enseñanzas de la vida, yo perdí a mi papá cuando tenía 14 años, él se fue. Esos años aprendí a trabajar con la madera, aprendí andando, también en los camarucos lo escuchaba hablar. Aprendí viviendo la vida, el trabajo, enseñanzas… soy buena gente. Mi madre en los camarucos era la que tocaba el kultrún, una mujer de muchos conocimientos, la confianza que le tenían porque no a cualquiera le dejaban tocar los kultrunes”.

 

Rememora los crudos inviernos que se vivían en épocas anteriores, cuando no existía tanta tecnología ni comodidades, los caminos no existían y la movilidad era a través de caballos, bueyes y carros. No era nada fácil la vida cuando tenían que viajar una vez cada tanto hacia Trevelin para poder abastecerse de provisiones. Había fuertes nevadas y había que ingeniárselas para darles de comer a los animales.

 

 

En esos tiempos se formaban comunidades, basadas en el respeto mutuo, donde cada uno tenía su lugarcito y cada nuevo integrante que llegaba consultaba al resto si podía instalarse.

 

Esto es comunitario, no tiene que hacerse dueño nadie, eso es lo que ahora la gente no quiere entender, ahora quieren llegar, cerrar y ser dueño de todo, como si yo fuese a cualquier lugar. Ahora llegan y no piden permiso, al poco tiempo ya quieren mandar a los que vivían acá, y eso no va acá, hay que respetar a la comunidad, así como uno respeta cuando va a una oficina a Trevelin o Esquel, acá es lo mismo, tienen que respetar”.

 

 

 

Recuerda con añoranza las comidas que hacía su madre cuando él y sus ocho hermanos eran chicos: el puchero sobre todo, comidas hechas con el trigo, como el ‘caco’ o mote pelado, sopas o guisos. También se alimentaban de lo que cosechaban en sus propias quintas, como el nabo o la papa.

 

Mucho sacrificio para quedarse, o para comer tortas cuando había, pero todo medido, nadie más de dos o tres tortas fritas nadie podía comer, porque había que ir a buscar harina a Trevelin, ¿y en el invierno quién salía con el carro y los bueyes hasta allá? En esos tiempos no había auto ni nada, puro caballo y carro hasta Trevelin. ¡Era bravísimo!”.

 

Albarino evoca con cariño las tradiciones, desde las comidas familiares hasta la artesanía ancestral de su padre. "Uno se las ingeniaba para hacer las cosas", relata con destreza. Él continúa el legado, manteniendo viva la esencia de su cultura a través de los instrumentos sagrados del camaruco.

 

A sus 28 años, luego de terminar el servicio militar Albarino se casa con Nancy A. Millahuala, con quien va a cumplir 50 años de casados y con quien tuvo ocho hijos, los que les han dado seis nietos, con quienes comparten asiduamente una tarde en familia.

 

Cuenta además que cuando eran chicos debían ir a buscar a la maestra a la ruta para poder ir a la escuela. Sin importar las adversidades, Albarino y sus hermanos fueron a la escuela y aprendieron a leer y escribir, “correctamente, no deletreando como hacen ahora”, afirma convencido.

 

Su vida estuvo atravesada por los trabajos en el campo y con la madera, algo que aprendió de su padre y siempre le gustó trabajar. De él aprendió tanto a hacer techos o tranqueras, como así también ingeniárselas para crear sus propios instrumentos, esos que son utilizados en las sagradas ceremonias del camaruco. Aprendió de solo verlo trabajar a su padre a hacer la pifilca, uno de esos instrumentos, los demás como el kultrún, la trutruca, las cascahuillas que llevaban los chicos y demás, los hizo él con su propio trabajo.

 

“Los instrumentos son importantes en el camaruco porque tienen que llevar todos los sonidos de las que lo interpretan y que suene, cosa que haga un concierto. Esa era la alegría de todos y la alegría de Dios, para la tierra también, porque estamos sobre la tierra, y si no le damos movimiento a la tierra, ¿qué le agradecemos a la tierra? Sino somos desagradecidos, por eso los camarucos hacen temblar a la tierra con el pasar de los caballos. Todo eso se le dejaba a la tierra”.

 

 

En la mano tiene un piloiolo fabricado por él mismo, una creación a su manera, ‘creo que esto era la pifilca de los viejitos de antes’, con dos agujeritos ya sonaba esto, yo le hice 5. También nos muestra la pifilca que hacía su padre, un recuerdo de él que mantiene, con buen sonido. Y todo tiene que tener sonido, porque sino no es un instrumento, para hacer un instrumento y que no suene, yo no lo hago”, explica.

 

Cuenta que en el camaruco, el kultrún lo usaban las veteranas, las abuelas que estaban destinadas a ello, que cada purrún -baile- tiene su ritmo, hay diferentes golpeteos que van marcando el ritmo y otros que anima el galope de los caballos. Lamenta que la mayoría de los abuelos ya se están yendo, por lo que casi ya no queda quién inicie el camaruco, las costumbres se van diluyendo con la pérdida de los ancianos.

 

“Yo voy porque tenemos esa misión de ir y de cumplir. Uno va y se siente bien, porque ahí no sentía el cansancio, acá suelo andar con dolor de cintura y allá no siento nada. Purruqueo, pero no mucho porque tengo miedo de caerme, pero uno se siente bien ahí”.

 

 

Sin embargo, en medio de su narrativa, Albarino reflexiona sobre el cambio que ha visto en su comunidad. "La vida de ahora no la veo muy bien", confiesa con pesar. Aun así, su mensaje para las generaciones venideras es claro: "No se dejen estar, que sigan trabajando en cualquier trabajo, Dios los va a estar mirando, ayudando y les va a dar algún beneficio. Pero si no trabajamos, estamos muertos. Nosotros desde muy chicos empezamos con el entusiasmo de trabajar y yo aún sigo firme, porque siempre ando haciendo algún trabajo o ayudando, aunque no paguen. Lo mejor es ayudarse entre vecinos, ver un vecino trabajando y ayudarle, eso es lo más grato que hay”.

 

 

Fomenta la cultura mapuche e insta a los jóvenes a no avergonzarse de la misma, ya ésta cultura tiene fuerza como cualquier otra, “si hablamos nuestra lengua con más razón, porque Dios nos ha dado esa lengua y tener nuestro idioma mapuche, que no está escrito ni está hecho por nadie, sino que sale del alma y de la cabeza de nuestros mayores, por eso nuestros mayores tienen mucho conocimiento, lástima que se nos están yendo todos, quedan muy pocos y hay que valorar los que quedan”, reflexiona.

 

En su historia resuena un llamado a preservar la herencia de los pueblos originarios, honrando la memoria de los mayores y cultivando un futuro fundado en el respeto y el trabajo colectivo.

 

La vida de ahora no la veo muy bien, la vida personal de uno la va llevando, pero en general ha cambiado todo, no hay conversaciones, no hay visitas, el respeto ahí nomás, a veces me pasa que le decís a alguno ‘salude amigo’, todo ha cambiado mucho”.

 

 

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