Juan Carlos Leiva vivía en la calle, justo en la entrada de un edificio. Allí, bajo un alero que apenas lo protegía del frío, pasaba los días acompañado por su perro Sultán, el único ser con el que compartía todo. La elección de no dejar a su mascota lo llevó a rechazar propuestas de ayuda, incluso cuando su salud se deterioró. Murió el 4 de junio, tras una larga agonía que muchos vecinos presenciaron sin poder convencerlo de recibir atención médica a tiempo.
María del Carmen Navarro, empleada de limpieza en el edificio en pleno microcentro de Mendoza, donde Juan solía dormir, se convirtió en una figura central en sus últimos días. Fue ella quien lo asistió mientras su estado empeoraba y tras su muerte, adoptó la responsabilidad de cuidar a Sultán, cumpliendo así una promesa que le había hecho a Juan.
Según relató la mujer al diario Los Andes, Juan se resistía a cualquier traslado. “Le decía que fuera al hospital, que yo me quedaba con el perro, pero no quería dejarlo solo. Lo único que le importaba era cuidar a Sultán”, contó.
El deterioro de Juan comenzó a ser visible hacia fines de mayo. El 26 de ese mes, María lo encontró muy débil, con dificultad para respirar y sin fuerzas para sentarse. A pesar de los ruegos de vecinos y agentes de seguridad, Juan solo accedió a ser llevado al hospital cuando María le aseguró que cuidaría personalmente a su perro.
Ya internado, se descubrió que padecía EPOC, neumonía y una afección cardíaca. Fue derivado al hospital Scaravelli de Tunuyán, donde murió solo, sin que su hijo –también en situación de calle– pudiera ser localizado.
Las autoridades provinciales afirmaron que Juan se negaba a ingresar a los refugios disponibles. No obstante, María brindó otra versión: según ella, las condiciones de esos espacios no ofrecían garantías mínimas de dignidad. “No lo dejaban entrar con el perro, y cuando lo hicieron, lo golpearon. A veces volvía con moretones”, denunció. El testimonio revela una problemática estructural: los protocolos de los albergues muchas veces excluyen a las personas que no quieren separarse de sus mascotas, forzando decisiones dolorosas o peligrosas.
Tras la muerte de Juan, Sultán fue recibido temporalmente en la casa de María. Ella le armó un pequeño refugio con el viejo colchón de Juan para que no se sintiera desorientado. Pero como ya convivía con otros animales rescatados, buscó una nueva familia para el perro. Finalmente, la hija de los dueños de un kiosco cercano, que conocía a Juan desde hacía tiempo, se hizo cargo de Sultán.
“Ahora duerme calentito, con un abrigo azul, en un sillón de su nueva casa. Le dije a Juan que estaba cumpliendo mi promesa: que Sultán tuviera un buen hogar”, aseguró María.
La historia de Juan Carlos Leiva condensa el drama cotidiano de cientos de personas en situación de calle, pero también resalta un vínculo que resistió el abandono y la miseria. “Juan no tenía nada, pero tenía un amigo y también valores. Dio la vida por su perro” , concluyó María, todavía conmovida.
Su decisión final no fue solo una muestra de amor, sino también una crítica implícita a una estructura social incapaz de contener a quienes no encajan en sus márgenes. Juan eligió morir junto a su única certeza: su perro.
Fuente: LMN