Es sábado. Son las dos de la tarde.
El sol revienta la brea en las calles, ni un perro vagabundea. Hoy velan a mi abuelo en su casa como él quería que fuera, cuando yo me muera, me velan en mi casa, donde viví. Nada de lugares extraños, repetía en cada comida el último año.
Los muchachos de la funeraria llegan temprano con el cajón, lo colocan en el medio del living junto a la cruz iluminada de azul. Por último, visten al abuelo.
Quiero despedirlo. Papá me trae un banquito y me subo. Los muchachos le pusieron el traje que usó para el carnaval, negro jaspeado y camisa blanca. No parece él, está blanco casi verde. Lo peinaron hacia atrás y está sin lentes. Igual lo beso y siento la frente helada y dura como piedra.
La hermana de papá se acerca con disimulo, mete la mano por entre la tela que cae en vuelos fuera del cajón y la veo tironear de los dedos del abuelo para sacarle los anillos de oro, la pulsera y el reloj. Todo lo guarda en el bolsillo de su saco.
El hermano de papá, llora mucho. Los gritos desgarradores se escuchan desde la calle por un buen rato hasta que llegan los amigos y se juntan en el patio. Ahora cuentan chistes, se ríen, comen sándwiches de jamón crudo y toman cerveza.
Al único que se le caen las lágrimas, es a papá que se abraza con Carlitos, un muchacho que crió el abuelo.
Cada vez llega más gente. Cada vez hace más calor.
En el living se respira la humedad.
Todos le dan el pésame a papá y le preguntan qué pasó. Un ataque, repite papá una y otra vez. Un ataque al corazón. Desde que murió mamá, ya no quería vivir, agrega una y otra vez.
El dueño de la funeraria trae las coronas y las dejan en el pasillo. Nadie quiso quedarse afuera. El abuelo era miembro del Club Colón, del San Justino, del Cosmopolita, del Hospital y presidente de la Sociedad Rural.
Son las cuatro de la tarde, el living sigue lleno. La gente del pueblo quiere despedirse, dice papá y también saber cómo vivía el abuelo. Nos sorprendemos cuando escuchamos un estadillo que viene de la cocina.
Cuando llegamos vemos a mi tía parada sobre montones de vidrios. Las piernas salpicadas con gotas de sangre. La lámpara de más de diez luces y miles de caireles está destrozada en el suelo.
Mi tía llora como no lo hizo al lado del cajón, y grita.
Una escoba para barrer los vidrios.
Nadie se mueve. Todos regresan al living pero, el cuchicheo supera el zumbido de las abejas cerca del panal.
En el cementerio, mi tía lo despide, lee algo que ella no escribió y llora. Después le tiramos puñados de tierra. Regreso con mamá, papá y Carlitos ya se han ido.
Al otro día, en el almuerzo lo llaman a papá por teléfono. La tía se descompuso y está en el sanatorio. Yo pienso en la lámpara en el piso, seguro que algunos pedazos le deben haber caído en la cabeza.
Mamá pregunta qué pasó.
La caja fuerte dice papá, cuando llegó con el cerrajero ya estaba abierta.
Marisa Gomez