04 de Enero de 2021
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Rocío Paleari

Un relato sobre cómo no hacer mi trabajo

Dicen que escribir es procrastinar, y la mejor forma de no hacer las cosas es empezarlas un lunes. Por eso, esta columna empieza el primer lunes del año.

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Escribir. Eso es lo que hago. Bah, no lo hago siempre. A veces, algunas veces, pierdo el tiempo, procastino, invento excusas para evitar el momento. Por ejemplo, hace dos días, me levanté bien temprano, puse la pava, armé el mate, y me senté en la computadora. Al encontrarme con la hoja de word en blanco, me di cuenta que el agua estaba fría. En realidad, si no hubiera tenido la pantalla en frente mío, me hubiera cebado los mates como estaban, pero que el agua estuviera dos grados por debajo de como me gusta, me vino al pelo para evitar el momento de ponerme a presionar los botones del teclado.

 

 

Ayer, al recibir una consigna de escritura, la historia fluyó, salió prácticamente de buenas a primeras . Aunque, sé que nunca se tiene un buen cuento de buenas a primeras, siempre queda la corrección. Pero, lo que quiero decir, es que al ver el video la historia apareció sola en frente mío. Me acordé del día que le instalaron el lavarropas a mi abuela. Ella, que era mala de verdad. Mala como las brujas de los dibujitos. Mala, mala, sin grises. No hizo nada con el lavarropas, pero yo pensé que seguro lo iba romper. Mi oráculo falló y ella lo usó hasta el día que se murió. Después, lo vendimos en mercado libre y con eso compré una biblioteca nueva. Al llegar ese recuerdo a mi memoria me pregunté qué hubiera pasado si mi abuela hubiera roto el lavarropas. Y eso fue lo que escribí. Sobre una abuela, que no era tan mala como la mía, que tenía sus grises como cualquier persona, y que rompía a propósito su lavarropas.

 

 

Otras veces no hay ninguna consigna, pero igual evito sentarme a escribir. Cuando me doy cuenta, cambió la pantalla por un cuaderno y un lápiz. Muchas veces, termino dibujando flores en los márgenes, cuadraditos con los renglones, avioncitos que nunca van a volar de verdad, hasta que me aburro y dejo todo por la mitad. Y así, logro evadirme de mi trabajo. De sentarme y escribir. De terminar esa nota que le tengo que mandar al editor. Y que no quiero mandarle porque, sé, que los mejores párrafos los van a recortar. “Falta de espacio”, va a alegar. “Te tomas todo personal”, va a ser la siguiente argumento cuando me queje de la injusticia que está cometiendo.

 

 

Hay días en los que directamente dejo de intentarlo, que me voy de mi casa, de mi escritorio, de mis libros. Salgo a caminar por las montañas, o simplemente caigo a lo de alguna amiga con facturas y tortas fritas para el mate. Y si hace mucho frío, y en las calles hay hielo, y no quiero moverme, subo la estufa, me tapo con las mantas y prendo Netflix.

 

 

Pero a veces, otras veces, unas pocas iluminadas veces, las historias vienen a mí. Empiezan a invadirme, a molestarme. Primero aparecen como flashes. Nunca se bien cuando puede suceder.

 

Por ahí estoy hablando con mi mamá sobre el almuerzo del domingo, y, ¡pum!, aparece la imagen de una jubilada comprando harina para las pizzas en mi cabeza. Y después, hablo con mi amiga, que me dice que deja a la nena en lo de la abuela y viene a mi casa con un vino y, ¡pam!, aparece la imagen de una nieta amasando unas pizzas fallidas. Y así la historia va apareciendo en sucesivos flashes, completamente nimios y aparentemente inconexos, hasta que me siento, la escribo de un tirón y ella deja de molestarme.

 

 

Pero, siendo sincera, conmigo misma, la mayoría de las veces es como hoy: la hoja en blanco es completamente un desafío. Sé lo que tengo para contar, pero por alguna razón, mi inconsciente no quiere hacerlo. Entonces me siento, veo mi pantalla y escribo dos líneas. Las abandono. Escribo una nueva línea, sobre una nueva historia. La vuelvo a abandonar. Para estas alturas ya intenté contar sobre un aborto, un día de playa, un amor que nunca fue, una abuela sobre la que ya escribí, otra abuela sobre la que no escribí. Y al final… al final, no escribo nada.

 

 

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