Yo estoy parada frente a vos. Y vos estás parado frente a mí. Las palabras salen de tu boca, las puedo ver escribirse una a una en el aire y después esfumarse. Reconozco las letras, pero todo en mi cabeza me suena a bla bla. Cortázar decía que la explicación es un error bien vestido. Quiero enojarme, pero no puedo. A veces pienso que si liberara al kraken todo sería más fácil. Me imagino que tal vez podría patear una silla, revolear un almohadón, romper el adorno de cerámica de la mesa de café, gritarte que sos un pelotudo y después largarme a llorar histéricamente. Pero, simplemente, no puedo enojarme con vos. Yo también estuve ahí, en tu lugar, dando explicaciones sin sentido, justificándome, intentando poner un parche en un jean que conviene usarlo roto o directamente hacerlo trapo viejo.
Te miro, me mirás, los ojos se te llenan de lágrimas, pero no las dejás caer. Sos bien macho. Y por ser bien macho llegamos hasta acá. Hace meses que yo dejé de escribirte, de buscarte, y hace semanas que decidí que ya no solo se trataba de no buscarte, sino también de dejarte ir. No estar más cuando vos volvieras. Ahora lloras y das las explicación número un millón.
Cuando llamaste pidiendo encontrarnos dije que si por una sola razón: a diferencia tuya, yo no soy cobarde. No tengo miedo de ir por lo que quiero, no tengo miedo de equivocarme y sobre todas las cosas no me da miedo decir lo que tengo para decir. Elegí el lugar estratégicamente. Ni mi casa, ni la tuya. Así es más fácil sostenerme en mi decisión, así es más fácil no pifiarla, así es más fácil decirte que ya no quiero más explicaciones. Busqué un bar lo suficientemente cerca de mi departamento como para poder salir rápido si era necesario, pero lo suficientemente lejos como para que no sea tan sencillo equivocarnos, volver a enredarnos y terminar desacomodando las sábanas otra vez.
Y ahí estoy, enfrente tuyo, escuchando la explicación de por qué desapareciste otra vez, la explicación de porque por momentos no estás seguro de querer meterte en está, y le das vuelta a las palabras, las rumias, las endulzas como quién endulza un café. Y yo te escucho sin responder, sin asentir, sin esgrimir una mueca.
—Chicos… la cuenta. ¿Cómo pagan?
— Efectivo — respondo.
Vos estás tan concentrado en hacerme creer que el error fue mío, que si vos estabas confundido era por qué mi propia seguridad para avanzar te hacía sentir así, que ni siquiera te diste cuenta cuando le pedí a la moza la cuenta.
—Todavía no nos vamos —te apuras a decir.
—Hace rato que yo ya me fuí —te respondo. Me apuro a dejarle el billete a la moza. Y así, sin más explicación, me termino de ir…