A los 6 años mi papá intentó enseñarme a andar en bici sin rueditas. Por supuesto, tenía una pequeña bici rosa con florcitas blancas. A mi me daba miedo. Mucho miedo. Lo que me asustaba era que para poder andar en bicicleta entre pedalada y pedalada es necesario tambalearse para poder encontrar el equilibrio. Mi papá se enojaba mucho. Enseguida empezaba a gritar. A su criterio, no era una tarea tan difícil. Frente a su enojo yo me frustraba, me angustiaba y lloraba lágrimas que no eran de cocodrilo.
En mi colegio, al finalizar primer grado, las maestras organizaban una bicicleteada. Un día especial al que llegábamos después de un año de adaptarnos a la primaria. Desde el comienzo de clases todos esperábamos ese día. Era el rito final de un año de cambios. El pasaje que nos convertía oficialmente en nenes de primaria.
No lo voy a negar, siempre fui de procesos lentos. Tengo mis tiempos para todo. Cuando llegó el día de la bicicleteada, yo todavía no había aprendido a andar sin rueditas. Mi papá decidió que por esa razón no podía ir. No le importó cuanto grité, cuanto lloré, cuanto sufrí. Mi papá no volvió a ponerle las rueditas a la bici. Era una vergüenza que yo no supiera andar sin apoyo. Mi mamá no pudo o no quiso dar esa pelea y yo me quedé llorando, pegada a la puerta del quincho, esperando a que alguien viniera a buscarme para llevarme a la bicicleteada.
No recuerdo cuándo ni cómo finalmente me largué a andar sin rueditas. En algún momento lo hice, aunque la mayoría de mis recuerdos de la infancia son andando en rollers o patines.
Varios años después, ya como estudiante universitaria y viviendo solo en una gran ciudad lejos de mi pueblo, compraría la que llamé La Poderosa. Una bicicleta que se convertiría en mucho más que solo un medio de transporte. La Poderosa era un modelo de paseo color verde agua con frenos contra pedal y un canasto marrón donde cargaba mis apuntes y el equipo de mate. Al principio no estaba muy segura de poder hacerlo. Lo primero que compré fue un timbre, mirá si no llegaba a frenar en una esquina. También sumé a la compra una botella de plástico para llevar agua, mirá si no me daba el aire. Lo cierto es que nada de eso pasó. Rápidamente aprendí que para transportarme en bicicleta era importantísimo chequear el pronóstico antes de salir, que calles en mi barrio tenían bicisenda, donde estaban las bicicleterias en caso de que pinchase una cubierta y que el viento revolviendo el pelo al ritmo de la pedalada me hacía feliz. Pedaleando las calles de la ciudad procesé lo que aprendí de pequeña: que para andar en bicicleta hay que amigarse con la inestabilidad. Al principio, entre pedalada y pedalada parece que el mundo se va a terminar, pero si avanzamos con firmeza y a nuestro ritmo la vida siempre nos da revancha.