- Por Pablo Das Neves-
En un movimiento conocido, Cristina Fernández de Kirchner volvió a recurrir a una de los conceptos más potentes del repertorio peronista: el histórico “Braden o Perón”.
La consigna, nacida en 1946, sintetizaba como pocas el dilema de una Argentina que debía elegir entre la injerencia extranjera, representada entonces por el embajador estadounidense Spruille Braden, o un proyecto de corte nacional y popular, encarnado por Juan Domingo Perón.
Aquella campaña fue singular y marcó un antes y después en la historia argentina. Por primera vez, el embajador de Estados Unidos se involucraba abiertamente en la política argentina, promoviendo un informe que denunciaba al entonces coronel Perón por presuntas simpatías con el Eje durante la Segunda Guerra Mundial y por su carácter autoritario y nacionalista.
Lejos de debilitarlo, esa presión internacional fue aprovechada con astucia por Perón y su aparato político, que convirtieron la frase “Braden o Perón” en una consigna de soberanía y resistencia. El resultado: una victoria aplastante en las urnas.
Setenta y nueve años después, Cristina hace una operación similar. En lugar de Braden, el oponente es el Departamento de Estado de Estados Unidos, que en un reciente informe la incluyó entre los líderes latinoamericanos acusados de corrupción. La sanción de revocarle la visa a ella y su familia, en lugar de debilitarla, fue utilizada por la expresidenta en un insumo narrativo como prueba de su supuesto enfrentamiento con el poder global.
Donde hay presión, Cristina hace aikido: utiliza la fuerza del oponente para reforzar su posición. Cristina no se defiende: contraataca.
Lo que pudo haber sido una mala noticia —otro hecho que la aleje del electorado moderado y refuerce la idea de su desgaste político— fue convertido en una pieza más de su relato fundacional. Se posiciona como una supuesta víctima de una embestida del poder financiero y político internacional, lo que a su entender confirma que sigue siendo una figura incómoda para los grandes intereses. En ese sentido, invocar el “Braden o Perón” no solo es una maniobra retórica: es una declaración de principios, una convocatoria simbólica al núcleo duro de su electorado, quizás su ultimo bastión.
Lo interesante del caso es que este recurso no aparece en un contexto de auge del kirchnerismo, sino en el momento de mayor repliegue desde su nacimiento en 2003. Cristina no ocupa cargos, su bloque está fragmentado, y el gobierno de Javier Milei ha logrado, a pesar de sus errores no forzados, instalar su propia narrativa de orden, ajuste y “restauración liberal”. En ese marco, el peronismo está obligado a redefinirse si es que pretende ser opción. Y Cristina, políticamente astuta como pocas, sabe que en tiempos de crisis la épica siempre moviliza más que la autocrítica.
Pero hay una ironía que atraviesa este análisis. En la Argentina, es Milei quien se abraza sin matices a Washington, al libre mercado y al discurso globalista. En Estados Unidos, sin embargo, Donald Trump representa una visión económica y geopolítica más cercana al proteccionismo clásico, cuasi peronista del 45 podríamos decir.
Hagamos un ejercicio: Cerremos los ojos e imaginemos un presidente que impone tarifas a la importación, cierre de fronteras, repatriación de industrias, priorización de la industria pesada sobre la industria de servicios, defensa del empleo local, subsidios a la industria nacional, desconfianza hacia los organismos multilaterales…
¿Suena conocido? Rápidamente uno podría imaginar a un Perón o, más aquí en el tiempo, un peronista clásico como Duhalde. Pero lo cierto es que hablamos de Trump, cuyas políticas tienen mas puntos de contacto con el ideario económico de Perón e, incluso, con ciertas prácticas del Kirchnerismo.
La paradoja es que Cristina se posiciona como antiimperialista en un mundo donde Estados Unidos también se ha replegado del multilateralismo clásico, y donde muchos países desarrollados están volviendo a defender sus mercados internos. Lo curioso es que el verdadero globalista es Milei, que promueve la apertura total, la reducción del Estado y el alineamiento automático con Washington, incluso en momentos de incertidumbre geopolítica.
Desde un enfoque geopolítico, el timing de Cristina no es casual. Independientemente de sus problemas y necesidades locales el mundo atraviesa una transición de poder entre un Occidente en redefinición y potencias emergentes como China e India, que disputan la hegemonía global. En este nuevo escenario, el alineamiento automático ya no es estratégico, y los márgenes para una política exterior autónoma —si se logra sostener económicamente— vuelven a ser viables. Cristina lo sabe, y se aferra a ese discurso.
Por supuesto, esto no borra las inconsistencias ni las críticas a su gestión. Tampoco garantiza eficacia política. Pero sí permite comprender por qué la expresidenta elige esta narrativa. Al reflotar el “Braden o Perón”, no busca una mayoría, sino un refugio. No busca convencer a todos, sino reagrupar a los propios. Y en ese sentido, la maniobra puede ser efectiva.
El interrogante, claro, es si ese recurso retórico aún conserva el poder de interpelar a una sociedad que ya no vive bajo la lógica de la Guerra Fría, sino bajo la de la fragmentación, el desencanto y la urgencia económica. Cristina apuesta a que sí. En ese riesgo, quizás, se juegue su última gran jugada en el tablero político.