Por Lelia Castro
Florentino Millanao, conocido cariñosamente como "el Perro", narra su historia de vida desde las calles de Esquel. Nacido y criado en el B° Ceferino, su infancia estuvo marcada por la cercanía con su madre y abuela, quienes, a pesar de las dificultades, le inculcaron valores fundamentales.
“Nosotros cuando éramos chicos nada que ver con los chicos como son ahora, cuando hablaban los grandes los respetábamos, o iba alguna visita si el día estaba lindo nos mandaban a jugar afuera, y si nos mandábamos alguna macana, cuando se iba la visita cobrábamos aguinaldo, salario familiar, despido, todo junto. Cuando estaba feo nos mandaban a la pieza”.
A los 7 años, Florentino empezó a vender diarios, iban a la imprenta a las 4 de la mañana y ayudaban a poner las letras para armar los diarios, luego recorrían las calles de un Esquel más pequeño y unido, donde vendían los diarios. Su experiencia como canillita le enseñó no solo a leer entre líneas, sino también a enfrentar los desafíos de la vida. Los días de infancia eran recreos al aire libre, recogían agua de un pozo para regar las huertas familiares.
“Algunos venían y compraban 20 o 30 diarios, nosotros la plata que ganábamos se la dábamos a mi mamá, le comprábamos cosas a la abuela, o comprábamos cosas para comer que no habíamos comido nunca, como salamines que rara vez nos daban en la casa”.
Aunque la travesura y la falta de cuidado le dejaron una cicatriz, Florentino recuerda con cariño la sabiduría de su abuela, quien, entre empanadas y sacrificios, dejó huella en su alma. Recuerda la anécdota de la cicatriz que tiene en la mano, que fue “por tirarle un piedrazo a mi hermana, que andábamos peleando, y le pegué a una vecina y mi hermana le fue a avisar a mi abuela. Mi abuela para hacer empanadas cortaba la carne a cuchillo, justo estaba cortando carne, y me pregunta con qué mano tiré la piedra, le muestro y me dice que la apoye arriba de la mesa, alcancé a ver que mi abuela levantó la mano, cuando me desperté estaba mi mano vendada”. Así como todo se curaba en casa con vendas o hierbas, no tiene recuerdos de haber ido al médico.
Iba a la Escuela N°56, cerca de la Escuela N° 54, donde todavía se encuentra la casita donde era la dirección en ese tiempo, a dos cuadras estaba. “Alcancé a ir poco tiempo, tenían estufas, ahora si no hay gas no hay clases. Había un señor que picaba la leña y nosotros la entrábamos, la maestra tenía 32 alumnos y no daba clase a un solo grado, sino a 3 o 4 grados”, recuerda.
La falta de recursos no impidió que Florentino comenzara a trabajar como lustrabotas, aprendiendo en la calle las lecciones que los libros de la escuela no le dieron. Con astucia, se adentró en el mundo de la venta de diarios, compartiendo historias con colegas que se convertirían en amigos inseparables.
“En ese entonces armábamos un cajoncito de madera, teníamos un cepillito para la tinta negra y otro para la marrón, porque no existía la pomada líquida, que la conocí cuando recién salió. En la calle 25 de Mayo y San Martín estaba el hotel España, en algunos lugares nos dejaban entrar y en otros no, porque por ahí les manchábamos el piso o nos mandábamos alguna macana, así que por uno pagábamos todos el pato. Entonces para no manchar las medias, nos daban en el Club San Martín cartas viejas y franelas de paño que se usaban en el villar. Y ahí aprendimos a jugar también”.
Su madre, un pilar en su vida, fue el faro en tiempos difíciles, la perdió hace algunos años y la recuerda con mucha emoción y siente que aún le hace falta. A pesar de carecer de educación formal, sin saber leer ni escribir, ella manejaba las finanzas familiares con maestría, reconociendo los billetes por colores. Un ejemplo de que el conocimiento no siempre se encuentra en libros académicos.
Recuerda el respeto que antaño los niños tenían a los adultos, sin interrumpir las conversaciones y haciendo el debido caso cuando les decían algo. Así como también se comía lo que había, sin distinciones, no como ahora que “en las casas que tienen chicos se cocina lo que quieren los chicos, porque uno no come una cosa y el otro no come otra”, comenta.
Con el tiempo, Florentino se sumergió en el trabajo gastronómico y la crianza de sus hijos como madre y padre. Su experiencia en la escuela de la vida lo impulsó a retomar la educación a los 53 años, terminando la secundaria. Por falta de recursos no pudo asistir a la universidad, “parece que yo nací con mala suerte en ese sentido, porque al año siguiente entregaron las computadoras que mandaba el Gobierno”, dice.
Hoy, a sus 66 años, Florentino reflexiona sobre su vida con un mensaje claro para la juventud: "Aprendan a respetar a su familia, estudien, agarren un libro de vez en cuando, y sobre todo, respeten a los demás". Su historia es un testimonio de superación, esfuerzo y trabajo, recordándonos que las lecciones más valiosas se encuentran en las experiencias de la vida cotidiana.
“Todo eso que no se pierda, porque se van perdiendo un montón de cosas. Va pasando el tiempo y van apareciendo nuevas cosas, por ejemplo, los teléfonos de ahora, eso por ahí le robó mucho tiempo, bueno, yo por ahí también me pongo a mirar Tik Tok y pierdo mucho tiempo ahí”.
Considera que no le han quedado sueños pendientes por cumplir, que le ha ido bien y mal en la vida, pero hay que saber reconocer los errores.
Queríamos hacer un agradecimiento a la Cervecería Amancay, que permitieron realizar la entrevista en sus instalaciones y a la Biblioteca de la ciudad de Esquel, por recibirnos con tanta amabilidad y predisposición.