—"La verdad es que nadie puede herirnos salvo la gente que queremos"—. Es Borges. Se me antoja una invitación a reflexionar sobre la naturaleza del dolor y la fragilidad de las relaciones humanas. En su economía de palabras, el escritor nos revela una verdad que a menudo pasamos por alto: las heridas más profundas no las inflige el desconocido o el adversario, sino aquellos a quienes damos nuestra confianza, nuestro amor y nuestra vulnerabilidad.
Es curioso pensar que las personas que nos son ajenas tienen, en muchos casos, poco poder sobre nuestro corazón. Sus juicios, sus críticas, sus actos, suelen resbalar sobre nosotros sin dejar demasiada huella. En cambio, aquellos que amamos, aquellos a quienes permitimos el acceso a nuestra intimidad, pueden desbordar nuestra capacidad de resistencia emocional. Las traiciones, las desilusiones y las palabras de quienes estimamos tienen una carga simbólica mucho más pesada, porque, al querer, otorgamos parte de nuestra identidad a ese otro.
Borges, al poner el énfasis en el dolor que viene de la cercanía, parece también aludir a un dilema intrínseco de la condición humana: el amor -en su magnitud y complejidad- se convierte en una espada de doble filo. A través del amor nos damos a los demás, pero también nos exponemos a la posibilidad de ser heridos por aquellos mismos a quienes nos entregamos. En este sentido, el amor no es solo la fuente de nuestra felicidad, es -también- el terreno donde germinan nuestras heridas.
El escritor -siempre agudo en su mirada sobre la condición humana- parece sugerir en esta reflexión que el dolor no siempre es fruto del acto explícito de una ofensa, sino que puede emerger en los vacíos, en las ausencias, en las expectativas no cumplidas. Al amar, nos entregamos sin reservas, y en esa entrega reside tanto la belleza como la inseguridad de la experiencia humana.
Este pensamiento, nos recuerda que nuestras relaciones más cercanas, aquellas que forjan nuestra identidad, son las que nos afectan más profundamente. A veces el daño no viene de un acto concreto, sino de un descuido, de una palabra no dicha o de una promesa rota. Sin embargo, también son esas mismas relaciones las que nos permiten crecer, transformar nuestra oscuridad en luz, y encontrar un sentido en medio del dolor.
Al final, tal vez este sea el riesgo inherente al amor: la posibilidad de que quien más nos quiere o a quien más queremos sea, a su vez, quien más nos puede herir. La paradoja y la magia radican en que, a pesar de saberlo, elegimos seguir amando.
Y así, en un acto de aceptación, aprendemos a vivir con esas sombras que nos definen, nos transforman y nos hacen más humanos. A pesar de que, en ocasiones pueda doler, el amor sigue siendo la única respuesta posible ante la incertidumbre y el misterio de la vida.
L.M.