La visité hace pocos días, merced a la presentación del amigo Moyano. Vive en una humilde casita de plan municipal del barrio Badén, construida con el aporte de unas mil horas de trabajo de su hija. Hace varios años ha enviudado. Salvo las periódicas visitas de dos hijos y una nieta, vive sola, extrañando épocas de mayor bonanza. Nunca le sobró demasiado, pero a mitad del siglo XX vivía y trabajaba en una chacra cercana a Esquel; tenía huerta y algunos animales; su esposo hacía changas, cortaba varillas, zarandeaba arena, vendía leña. “Algunos pesitos siempre tenía” me dice con nostalgia.
Doña Eulogia y su familia vivían en Tecka, en los suburbios, cerquita de Don Saihueque. “Mi papá vivió mucho tiempo en Tecka, era de los primeros pobladores.” Su esposo, Dionisio Marillán, era buen esquilador y solía recorrer la zona con las comparsas. Había plata todos los veranos, me dice. Criaron catorce hijos, y casi todos se fueron muriendo, algunos trágicamente. “Teníamos chivitos. Entre el clima y la falta de trabajo…, era muy duro allá.”
No recuerda bien las fechas, pero durante los años ’50 se acercaron a Esquel y encontraron vivienda y trabajo en la chacra de Teodoro Martínez. “Un buen tipo”, dice Doña María. Allí estuvieron unos veinte años. Cortaban varillas y las vendían, acarreaban leña, tenían un carro con caballos con el cual hacían compras en el pueblo, tenían pocos animales y vendían algo de leche, huevos y verduras. Recuerda a su buen perro, “un ovejero crespito llamado Tunche”, su tobiano morrudo, apto para el carro. No sobraba nada, pero tenían algo.
Una desinteligencia con un pariente del dueño los obligó a salir de la chacra, me cuenta, y debieron malvender todo. “Para armarse de un carro con caballo, una vaca lechera, para un pobre es muy duro.” Y se arrimaron al arroyo. “Venir fue la perdición de nosotros porque un intendente nos desació la casa y nos quedamos sin animales. Acá no es cómodo, no se puede criar ni gallinas, hay chicos dañinos…” Menciona la tristeza que le ocasionó el último incendio de los pinos, el 31 de diciembre. “Acá falta trabajo y el hombre de la casa”, dice Doña María, extrañando a su compañero, muerto por una caída del caballo hace unos cuatro años.
La pobreza caracteriza el ambiente, la casa, su historia, pero la anciana está entera. “Si habré sufrido en la vida…” Con cierta ironía, Doña María Eulogia me dice: “…y los políticos vienen poco por acá.”
Ella tiene muy poco, una pensión graciable y apenas una radio que acompaña sus horas, pero comparte lo poco solidariamente. “Tengo un hermano mudito, ya viejito; yo le llevo algo de yerba y le hago pan.”
Habla despacio, con frases cortas y silencios largos. Piensa, recuerda y cuenta, pero esas pausas son elocuentes. Extraña a Dionisio, esa chacra, otros tiempos.
Se suman a la conversación Saturnino, su hijo, que me cuenta del servicio militar en Comodoro Rivadavia, y Leonor, su hija, que trabajó en la chacra de Don Eggman, separando y limpiando bulbos de tulipanes para exportación. Con orgullo me dice que está estudiando “acá arriba, en la sede” con el Plan Yo Puedo. Ambos recuerdan la pequeña y vieja escuela nº 56, hace años desmantelada, cerca del arroyo y de la nº 54, y sus maestras Ana Moneff y la señora de Decó. Saturnino recuerda las crecidas del arroyo y a un vecino que cruzaba gente con un bote. “En el barrio no se vive tan tranquilo”, me dice.
Me despido agradeciendo la cortesía de recibirme y contarme cosas. Pienso en la sufrida vida de la gente pobre, trabajadora, aunque hoy haya desocupación; en esa pobreza que muchos no quieren ver.