Hay seres humanos con luz propia que llegan a este Cosmos solo para incorporar a las monótonas horas de muchos otros una pizca de bohemia y conocimiento ya que tienen la capacidad de ver el porqué de nuestra existencia. Por todo esto, abro comillas y me atrevo a escribir la narración de un personaje único y con mucho para exprimir. Los que lo conocieron se deleitan al nombrarlo y se regocijan por haber tenido el placer de compartir momentos inolvidables, con uno de los últimos errantes que caminó por su propia huella.
Nació un 26 de noviembre de 1944 en un hogar donde no había carencias, pero tampoco sobraba nada. Supo decir que tuvo una niñez simple, sin altibajos y pocas cosas trascendentes para contar, algo que parece una contradicción por lo que pudo a futuro generar en sus inmortales novelas, otorgando vida a personajes jamás imaginados por la mayoría. A los 10 años incorporó en el baúl de sus amores una pelota de trapo con la que pasaba gran parte de su día, gracias a ella nació el deseo de ir por primera vez al Gigante de Arroyito y tener frente a sus retinas los colores de su amado club, Rosario Central, batallando por ganar un partido de fútbol.
Mucho de todo su caudal se generó gracias a este idilio que tuvo un romance eterno hasta su último suspiro dando una cátedra de fidelidad. El Cairo, un bar ubicado en Santa Fe y Sarmiento, es sin ninguna duda la esquina más famosa de su amada Rosario porque precisamente en la “mesa de los galanes”, como él mismo la llamaba, pudo viajar al más allá e imaginar cuentos futboleros para el deleite de todo un pueblo.
Su luz no se apagó, solo nos ilumina desde el cielo ya que después de poco tiempo que le detectaran esclerosis lateral sufrió un paro cardiorrespiratorio muriendo un 19 julio de 2007. Alguna vez dijo estar comprometido con su tierra, casado con sus problemas y divorciado de sus riquezas. Ese fue el legado que nos dejó el increíble Roberto Fontanarrosa, “el último sabio de la cultura popular”.
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