Como todos los días, Raúl visita a su madre viuda a la hora de la siesta.
Hoy es diez de noviembre. La encuentra hamacándose en su mecedora frente a la ventana con las pantuflas que le regaló cuando cumplió setenta años y entre sus manos, el portarretrato con la foto de él y su hermano más chico, Ariel. Y la bicicleta en el medio.
Raúl se acerca, la besa y se dirige a la cocina para preparar dos cafés mientras su madre se hamaca y con la yema de los dedos recorre la imagen de la foto. Después detiene la mirada en un picaflor que se acerca al bebedero a un costado de la ventana, se sonríe.
—Ese picaflor me recuerda a tu hermano, no paraba nunca y mucho menos desde que le regalamos la bicicleta, tenía el diablo adentro. Una para los dos, no alcanzaba para más —dice.
Raúl mira a su madre, los ojos se le llenan de lágrimas. La bicicleta, negra, grande, con el manubrio cubierto de calcomanías, está en medio de los dos. La catarata en el ojo derecho no la deja ver con exactitud pero conoce esa foto de memoria.
—Esta bicicleta era como un bebé para tu hermano —dice.
Raúl y ella recuerdan que Ariel no paraba de pelear, él quería la bicicleta y su padre los ponía en penitencia. Y que la idea de tirar una moneda en el desayuno para ver quien la usaba fue de su padre y casi siempre caía en cara aunque el padre cambiara la moneda, la arrojara desde bien arriba, siempre era cara y le volvía a tocar a su hermano.
—Hijito muy rico el café que me hiciste, y gracias por las galletas de avena, es lo mejor para mi pobre dentadura — le dice y agrega —tu hermano no se separaba de la bici, parecía como una parte de su cuerpo. ¿Te acordás como la lavaba, secaba y después la llevaba a su cuarto y la ataba a los pies de la cama? Vivió mil vidas hasta sus quince años. Y vos siempre tan bueno, mi Raúl, tan tranquilo. ¡Qué lindo que vengas todas las tardes!
Aurora termina el café y se queda dormida.
Raúl trae la manta, la tapa y agarra el portarretrato. Recuerda esa foto, la última, antes que toda la familia viajara al campo de su abuelo.
El cielo celeste, la brisa era un mimo, los caminos secos, los tractores que iban y venían por ser época de levantar el maíz y las cosechadoras que se movían como grandes señoras dueñas de la llanura.
Ariel había dejado la bicicleta en el galpón para acompañar a su abuelo que veía poco y escuchaba menos, a dar una vuelta en el rastrojero para dar instrucciones a los muchachos de las máquinas. Raúl lo vio y se la sacó para pedalear entre los huellones. Ariel se dio cuenta y en lugar de subirse al rastrojero, lo siguió, corriendo y gritando. El abuelo no lo esperó y a los pocos minutos, el sol lo encandiló. Raúl lo vio, pudo dar un salto con la bicicleta pero Ariel que venía más atrás corriendo desesperado, metió su cuerpo debajo de los fierros.
Raúl piensa en ese diez de noviembre y en el por qué le sacó la bicicleta, si nunca lo había hecho antes. Se le achica el pecho, retiene las lágrimas y se queda mirando a su madre…