Es mediado de abril pero el calor es insoportable.
Los azulejos de la cocina chorrean y la humedad apesta.
Las cucarachas, como sapos, salen de la bacha, caminan por el mesón y en segundos se adueñan de la casa.
Francesca gatea desde el dormitorio de su madre a la cocina. Se detiene al ver que entre sus manos regordetas se mueve algo. Lo aplasta y ese ruido a plástico resquebrajado la hace sonreír. Se endereza y acomoda la cola en el suelo arriba del pañal que su abuela colocó la noche anterior minutos antes de la discusión con su hija. Mira la cucaracha, la levanta, se la lleva delante de la cara. La sube, la baja, la bambolea. Escupe el chupete. Se la mete a la boca.
Llora.
Francesca, Francesca vení con mamá.
Francesca, no llorés, mamá ya te prepara la leche.
Los ojos le pesan más que todo el cuerpo, pero igual hace un esfuerzo por abrirlos. Siente que los rayos del sol le pegan en la cara, manotea su celular.
Ve que son más de las diez de la mañana.
Francesca llora, las lágrimas saltan sobre sus cachetes encendidos.
La madre hace otro esfuerzo por sentarse en la cama, y una vez que lo logra, le grita.
Francesca, Francesca vení con mamá. Francesca, perdoname.
Hace dos pasos pero tropieza con tres botellas vacías que ruedan y chocan entre sí. Su cuerpo queda en vaivén delante del espejo que está al costado de la cómoda. Se mira, se saca el pelo de la cara, se ve los ojos hundidos y la clavícula hacia afuera. De su pecho sale un grito como de animal que la desgarra, mientras se repite, basta, basta, tengo que dejar…
Arrastra los pies y antes de llegar a la cocina se tambalea y cae de rodillas.
Francesca, vení con mamá.
Su hija levanta la manito y le muestra una patita de la cucaracha. Se ríe a carcajadas y se la mete en la boca. Después la escupe.
No, Francesca, no…
La mamá mira de nuevo su celular, manda un mensaje y lo borra. Mira a Francesca, y decide llamar.
Hola, mamá.
Hola, hija. ¿Cómo estás?
Mamá, te necesito.
Marisa Gomez