Fabián Ranguileo nació y se crió en el barrio Ceferino. Su madre fue quien lo crió: trabajaba de lavandera. Pasó su infancia prácticamente en la calle y tuvo algunos roces con la ley, pero, como dice, “un tropezón no es caída” y, afortunadamente, la vida le dio otra oportunidad.
Decidió salir adelante cuando se sintió al límite y encontró, como explica, la fe. “Mi vida cambió”, cuenta.
Se ganaba el dinero cortando leña y con otras actividades. Su paso por el ejército también fue una de las claves de su cambio: en la iglesia evangélica, luego de que el servicio militar obligatorio pasara a ser voluntario, conversaba con un matrimonio en que el hombre era militar y este lo invitó a entrar.
La vida de soldado le enseñó, en sus palabras, a “ser cumplidor”. Recuerda que, cuando se incorporó, le dieron un reglamento llamado “La ley del soldado voluntario” y, al comenzar, decía: “La situación del soldado voluntario es altamente honrosa para el ciudadano. Desde el momento en que reviste el uniforme militar, deberá sentirse depositario y guardián de la gloria y tradiciones del ejército”.
Así, pudo construir su hogar. Se casó siendo soldado, tuvo a su hija y la posibilidad de construir su casa. Le asignaron un terreno en el barrio Badén, donde vive actualmente y ya tiene 4 hijos. La mayor es maestra de plástica, la segunda está estudiando en la universidad y los dos más chicos están en la escuela. El anhelo para sus hijos es que puedan superarse en la vida.
“Que sean más que yo: si yo llegué hasta acá, que ellos puedan llegar a un nivel más alto que yo”.
Su esposa es su compañera: “Es una buena administradora”, dice, riendo. “No nos sobra, pero tampoco nos falta”.
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