La administración de Donald J. Trump volvió a poner a América Latina en el centro de su política internacional. Días atrás publicó la nueva National Security Strategy 2025 (NSS 2025), un documento que marca un giro rotundo respecto del orden global heredado tras la Guerra Fría. A partir de ahora, Estados Unidos abandona los discursos de expansión democrática e intervencionismo liberal, y opta por una estrategia centrada en la seguridad nacional, la soberanía, el control del hemisferio occidental y la reindustrialización interna. En ese esquema, América Latina deja de ser un espacio secundario o periférico para transformarse en zona de influencia prioritaria.
La referencia a la Doctrina Monroe —proclamada en 1823 bajo la consigna “América para los americanos”— no es casual. Esta doctrina histórica establecía que cualquier intervención de potencias europeas en América sería vista como un acto de agresión, consolidando una división hemisférica entre Viejo y Nuevo Mundo. Con la NSS 2025, US ofrece una versión moderna del concepto: ya no se trata de frenar influencias europeas, sino de limitar la penetración de potencias extra hemisféricas —puntualmente China y Rusia— en sectores estratégicos como energía, minería, puertos, infraestructura crítica y tecnología.
El retorno de esa lógica dibuja un mapa bipolar con esferas de influencia política y económica claramente delimitadas. En ese contexto, la ambigüedad estratégica ya no es una opción fiable: los países deberán adoptar posiciones definidas, delinear socios de preferencia, y estructurar estrategias de inserción internacional claras. Las terceras vías no son una opción.
Para la Argentina ese escenario representa una definición estratégica. Si no define con claridad su rumbo, corre el riesgo de quedar atrapada en la encrucijada de intereses contrapuestos. Pero si actúa con pragmatismo —sin dogmas, con realismo económico y geopolítico— puede transformarse en protagonista, aprovechando sus recursos naturales, su geografía y su menguada capacidad productiva.
Ese pragmatismo debe partir del reconocimiento de que hoy los commodities no se negocian en términos comerciales, sino estratégicos: litio, gas y petróleo no convencional, minerales críticos, infraestructura logística, y energía cobran relevancia más allá de su precio. La producción minera y energética argentina está en pleno auge: la formación shale Vaca Muerta —la segunda reserva de gas no convencional más grande del mundo y la cuarta de petróleo no convencional— es central en ese potencial. Esa combinación de recursos y expectativas posiciona a la Argentina como un actor capaz de ofrecer insumos estratégicos a potencias que buscan garantizar cadenas de suministro seguras.
Pero más allá de los hidrocarburos y minerales, la enorme amplitud territorial, su condición de país bicontinental con proyección hacia el Atlántico Sur y la Antártida, y su litoral marítimo extenso, le confieren a la Argentina una posición geográfica de valor geoestratégico real. Con cerca de 2.780.400 km² y más de 3.700 km de extremo a extremo, el país es el segundo más extenso de Sudamérica y uno de los más largos del mundo. Su litoral marítimo —y su proximidad a rutas oceánicas clave— lo convierte en puente natural hacia el Atlántico Sur, al sur global, a la Antártida. Esa posición la vuelve relevante en materia de logística, transporte marítimo, exploración, biodiversidad, recursos oceánicos y estratégica antártica. En un contexto global de competencia geopolítica reforzada, la ubicación de la Argentina ya no es un dato geográfico: es un activo estratégico.
Por eso, es importante tener en cuenta que este contexto no debe leerse únicamente como una oportunidad, sino también implica competencia dentro de la región. Países como Brasil, con su peso demográfico, su potencial agrícola e industrial y su protagonismo diplomático, aparecen como rivales naturales para liderar la influencia estadounidense en América del Sur. Pero la Argentina tiene ventajas competitivas singulares: potencial minero —litio, cobre, minerales estratégicos—, energía abundante, posición geográfica, litoral marítimo y sectores exportables diversificados. Para aprovecharlas hace falta pragmatismo: reglas claras, estabilidad macroeconómica, seguridad jurídica, una estrategia exterior profesional, y una diplomacia económica que deje de ver solo al comercio como fin, para enfocarse en alianzas estratégicas de largo plazo.
Si la Argentina logra posicionarse como proveedor confiable de insumos críticos —energía, minerales, agroindustria, capacidad exportadora— podrá sumar peso geopolítico, atraer inversiones significativas y reinsertarse con autonomía en un mundo que, otra vez, se organiza por bloques. Si no lo hace, correrá el riesgo de quedar relegada, dependiente de decisiones externas, sujeta a la volatilidad de las tensiones internacionales.
Este momento exige decisiones, no ideologías. Un pragmatismo nacional sin dogmas, que tal vez sea lo más cercano al verdadero interés argentino en esta nueva era.