Llega el día, el cumpleaños de José Alberto y como ha hecho en estos últimos años, su madre lo festeja como si él estuviese viviendo en su casa. Invita a las familias más reconocidas, los dueños de los viñedos y al cura que bendice la mesa mientras conversan de toneles, espaldaderas y cepas.
Cada brindis que hacen es una ocasión para nombrar a José Alberto y cuchichear por lo bajo. ¿Volvió o no volvió? Sí, hace días que está en el pueblo, pero los que lo vieron dicen que está raro, ¿raro?, sí eso dicen, y no vino solo, se trajo una noviecita, una chica de tez oscura como él, pero con unos ojos que le ocupan toda la cara, eso también escuché. Qué lástima, tan inteligente y abandonó los estudios. Lo que no se entiende es esta locura de irse de vez en cuando a vivir con los indios en el impenetrable. Todo empezó cuando terminó la secundaria. Hace unos años regresó y ahora estuvo como un mes. Pobre José Alberto, no se parece a nadie, a nadie de la familia. Los padres tan delicados y él tan torpe. ¿Se acuerdan cuando llegaron? Sí, sí, José Alberto ya caminaba y siempre dijeron que era igualito a un bisabuelo. Enseguida se metieron en Caritas, muy buenos católicos y cómo ayudaban a la iglesia…
Enriqueta va de la cocina al comedor y su mirada se detiene en un portarretrato de su hijo y el reloj, aún falta para la media noche.
El curita da inicio a la cena porque Enriqueta comenta que su hijo le envió un wasap y le dijo que llegará, con Luna, para soplar las velas. Levanta la copa, un brindis para Enriqueta, la mejor anfitriona de este pueblo y madre de madres, dice, y se oye el tintineo.
Todos gritan, ríen, menos Enriqueta que se limpia las lágrimas con la servilleta de lino y su esposo que no deja de mirarla.
Faltan diez minutos para la media noche cuando Enriqueta oye la voz de su hijo. Corre, feliz cumpleaños mi amor, te esperábamos, pasen, pasen. Qué lindo que viniste con Luna, le dice.
Todos se miran con extrañeza, y ojean a Enriqueta y su esposo. José Alberto y Luna visten un poncho largo arriba de unos pantalones desteñidos, y en sus cabezas una vincha. Enriqueta presenta a Luna y después todos le dicen, feliz cumpleaños a José Alberto, lo abrazan y besan.
Enriqueta enciende las treinta velas, pero José Alberto le pide que no canten el feliz cumpleaños, que él y Luna realizarán un ritual a la luz de las estrellas. Los invitados se miran, quieren ir al patio pero nadie se mueve, toman champagne y comen torta.
Cerca de las dos de la mañana, cuando quedan pocos, José Alberto entra con Luna a la casa. Van a la cocina y se preparan una fuente con la comida que sobró, el pan y la torta. Saludan, y se van.
Enriqueta no puede dormir, recuerda la tarde en que el cura franciscano llegó a su casa del campo con un bebé con una naricita que se perdía entre los cachetes. Casi toda la comunidad había sido arrastrada por la inundación, no entendían cómo se había salvado José Alberto. Pero también cree ver como una fotografía el día en que su hijo regresó del colegio con el guardapolvo y la martingala rota y la cara ensangrentada, y le dijo, defendí a la Mataco que vino del Chaco para la cosecha de la vid.
Y ese día había preguntado si él no era uno de ellos. Enriqueta y su marido le juraron por el santísimo que no, que era hijo de ellos.