Todo comenzó con las críticas de Musk al proyecto de ley fiscal impulsado por Trump, al que calificó como una "abominación" por su sesgo inflacionario y por retroceder en los incentivos a la transición energética.
La respuesta de Trump no tardó: amenazó con cancelar los contratos federales de Tesla y SpaceX —por más de USD 22.000 millones— e insinuó posibles investigaciones regulatorias. Los mercados, que no suelen esperar, reaccionaron con dureza. Tesla cayó 14 % en una sola jornada, lo que implicó una pérdida de más de USD 150.000 millones en valor de mercado, y arrastró al Nasdaq y al resto del sector tecnológico en un contexto de alta volatilidad ante la falta de señales claras por parte de la Reserva Federal.
Pero el conflicto no se agota en la reacción bursátil. Lo que está en juego es la arquitectura de poder que articula el liderazgo tecnológico de Estados Unidos con su estrategia política. Empresas como Tesla y SpaceX no solo representan innovación: también son contratistas del Estado, operan infraestructura crítica, colaboran en defensa y ejecutan misiones espaciales. Amazon Web Services, Microsoft, Alphabet y Nvidia forman parte de esa misma red. El problema es que ese ecosistema necesita alineación estratégica, y este tipo de rupturas lo debilitan.
Elon Musk había alcanzado un nivel de influencia que lo colocaba cerca del centro de decisiones estatales. Era, de hecho, un actor con poder informal superior al de un secretario de Estado, con vínculos directos en el Pentágono, la Casa Blanca y Wall Street. Su enfrentamiento con Trump no solo marca un cortocircuito personal: también refleja los riesgos de una excesiva concentración de poder empresarial en los lideres del tecnofeudalismo sin contrapeso político. Y deja al desnudo una duda más inquietante: ¿puede Estados Unidos seguir proyectando poder si su frente interno se fractura?
En los últimos años, Washington intentó contener el avance tecnológico de China con controles a la exportación, sanciones a empresas como Huawei y subsidios a su propia industria de chips. Pero todo ese esfuerzo requiere coherencia interna. Se basa en una premisa: que las grandes tecnológicas norteamericanas actúan en sintonía con la política exterior del país. Si ese pacto se rompe, la contención pierde cohesión. Tesla, por ejemplo, opera una planta masiva en Shanghái. SpaceX, en cambio, es proveedor estratégico del gobierno americano. Si las presiones políticas empujan a Musk a mirar hacia mercados con menos condicionamientos —como China—, Estados Unidos podría ver cómo parte de su tecnología más avanzada comienza a migrar fuera de su control institucional.
Ese no es un riesgo inmediato, pero sí una advertencia. Lo que la política castiga, otras potencias lo aprovechan. Mientras Trump y Musk se cruzaban en los medios, China enviaba una delegación a Europa para asegurar acceso preferencial a tierras raras, de las cuales controla el 85 % del procesamiento global. Estados Unidos, aún sin alternativas sólidas, sigue dependiendo de esos insumos para sus vehículos eléctricos, sistemas satelitales y equipamiento militar.
La pelea también deja secuelas sectoriales. Inversores institucionales ya están reduciendo exposición a compañías tecnológicas expuestas a regulaciones federales. Amazon, que opera infraestructura crítica para agencias gubernamentales; Alphabet, cuyas unidades de IA enfrentan escrutinio antimonopolio; y Microsoft, proveedor clave de Defensa, podrían ser las próximas en la línea de fuego de un clima político cada vez más hostil hacia Silicon Valley. Mientras tanto, la Ley CHIPS, destinada a financiar plantas de microprocesadores, ya sufre demoras en los desembolsos, afectando a firmas como Intel, AMD y Nvidia, que luchan por recuperar competitividad frente a China.
La disputa Trump-Musk es una advertencia estructural. Si la potencia tecnológica líder del mundo no logra mantener alineado su músculo productivo con su cerebro político, entonces será vulnerable. China, por caso, no enfrenta este tipo de tensiones. Allí las decisiones se concentran, se ejecutan y se alinean. En Estados Unidos, la fragmentación amenaza con transformar su mayor ventaja —la innovación privada— en su nuevo talón de Aquiles.
El desenlace es incierto, pero el mensaje es claro. Cuando el vínculo entre el poder público y los gigantes tecnológicos se rompe, lo que está en riesgo no es solo una acción en Wall Street, sino el posicionamiento global de una nación.