Cuando nos abrazamos, se activan pequeñas terminaciones nerviosas en la piel que envían señales al cerebro a través del nervio vago, ese gran canal que conecta el corazón, los pulmones y el sistema digestivo con nuestro centro emocional.
El resultado es casi inmediato: baja la frecuencia cardíaca, la respiración se hace más lenta y el cuerpo entra en un estado de calma. Al mismo tiempo, el cerebro libera oxitocina, la llamada “hormona del vínculo”, que genera sensación de confianza, apego y bienestar. También disminuyen los niveles de cortisol, la hormona del estrés.
Un abrazo largo, de al menos 20 segundos, puede ayudar a dormir mejor, mejorar la presión arterial e incluso fortalecer las defensas. No es magia: es biología aplicada al afecto.
En la Patagonia, donde el viento nos enfría las manos pero no el alma, los abrazos son un refugio natural. Después de una jornada difícil, un encuentro con amigos o una visita inesperada, ese gesto simple puede resetear el cerebro y recordarnos algo esencial: somos seres sociales, y el contacto humano nos mantiene saludables.
A veces, el mejor tratamiento para un mal día no viene en pastillas, sino en un buen abrazo sostenido.
Médico Ezio Tracanna
Especialista en Neurología
Especialista en Pediatría
MP: 4295 - MN: 156823