El Cucharita
Desde primer grado soy amiga de Juan Lorenzo pero nadie lo llama por su nombre. Todos le decimos Cucharita.
En el colegio, cuenta que baja las bolsas de harina, que odia el calor de los hornos, que pone las tiras de las pastafloras, que amasa el pan, las tortas fritas y que se acuesta a las cuatro de la mañana.
En Lengua cabecea más que en Matemática. Dice que no entiende ninguna de las dos materias y no miente. Vive perdido. Yo le ayudo desde que escuché a mamá decir que la educación en esa familia no es importante, que deberían denunciar al padre por hacerlo trabajar hasta tan tarde, que a eso se le llama trabajo infantil, que la mujer parece una esclava junto a su hijo, que el padre es un italiano loco de la edad media.
Hoy tenemos prueba de matemática. El Cucharita apareció con media docena de facturas de las que tienen crema pastelera, las que me hacen agua la boca.
En el recreo largo nos vamos a un costado del patio donde están las ligustrinas y me las como todas, me había olvidado de lo ricas que son. Hace meses que mis padres no compran, dicen que tienen demasiados azúcares e hidratos de carbono, muy nocivos para el organismo. En casa todo es saludable y no hay ni una galletita, ni un alfajor.
Suena el timbre. Corremos al aula. Yo entro, me siento y miro que la maestra detiene al Cucharita, Juan la prueba la vas a hacer en el último banco, ahí te vas a concentrar mejor. Se pone más blanco que la harina y su mirada me atraviesa el corazón. Mientras resuelvo las cuentas y el problema de la regla de tres simple, lo miro de reojo, está con los cachetes colorados y todo sudado. Pienso ¿cómo voy hacer para ayudarlo? Ya me comí las facturas. Es mi deber hacerle la prueba. Fue un trato y él lo cumplió. Agarro otra hoja en blanco y hago los números quebrados como los hace mi amigo, las cuentas desprolijas, con tachones y borrones para que nadie entienda, ni la maestra. La termino y justo un dolor fuerte en la boca del estómago, me deja sin aire. Cierro todo y una puntada, después otra, hasta que se me saltan las lágrimas. Llamen a mi mamá, me siento mal, camino hacia el escritorio agarrándome la panza con ambas manos y medio tembleque. La maestra se levanta, se acerca, me abraza, me consuela.
Flor todo va a estar bien, calmate, Flor. Ya voy a la dirección.
Mis compañeros se acercan. Algunos me abrazan, otros quieren saber qué me duele, unos cuantos copian las cuentas porque mi hoja da vueltas por el aula y veo al Cucharita que ya agarró la suya.
Ahí vienen, dicen todos. Y en el medio del silencio, mi llanto cada vez más fuerte y espasmódico.
Entra la Directora, Flor, tranquila, ya llamamos a tu papá, me dice mientras me acaricia la cabeza.
Al ratito lo veo a papá que me mira desde la puerta del aula. Camina despacio como si deseara serenarse, me da un beso, agarra mi mano y vamos, me dice. Saluda a la maestra, agradece a la directora y mientras caminamos por el pasillo me interpela, la verdad, Flor, ¿qué pasó? Es la prueba, le contesto entre arcada y arcada.
Mi padre me mira serio, a mí no me engañas, Flor. Decime, ¿cuántas facturas valió esa prueba? Si seguís así, vas a vivir enferma. Me hacés un favor, le podrías decir al Cucharita que si te quiere, estudie.
Marisa Gomez