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Amaranto Aigo, cacique de Ruca Choroy

Esta nota no es producto de un reportaje sino de muchas anotaciones y recuerdos de charlas con el cacique Amaranto Aigo; preguntas interesadas, respuestas y comentarios. Pero vale como si hubiese sido una entrevista. Escenario (imponente): escuela de Ruca Choroy, provincia del Neuquén. Vive aún sobre una lomita. Su edad hoy ronda los setenta y cinco años. Vestía a lo gaucho; con alpargatas o botas; un sombrero negro cubría su cabeza.
Hombre de a caballo, jefe de linaje heredado; encabezaba ceremonias, distribuía   sitios de nuevas viviendas y asumía el rol de caudillo político. Tenía muy buena relación con el director de la escuela; eran compadres. Un día, lo designó maestro de actividades prácticas y empezó a enseñar alfarería. Los chicos hacían “cacharritos” al estilo nativo, con greda que el cacique iba a buscar y la hacía llevar en camioneta por el director; amasaban, hacían los “choricitos” y armaban cacharros pequeños; después el cacique-maestro los cocía en el horno de ladrillo donde hacíamos el pan. Otro acierto del director: como él tenía a su cargo la subsede del Registro Civil, los casó en la escuela; mi esposa y yo fuimos los testigos, pero don Amaranto nos decía “padrinos”. Si sencilla fue la ceremonia en un aula, casi un trámite, sencilla fue la fiesta: un cordero, bebidas, tortas fritas y cazuela de gallina en Carrilil; el matrimonio, sus hijos, el director y nosotros. A partir de allí, al sueldo agregó un nutrido salario familiar. Mejoró su situación económica y así, su ubicación en la comunidad; era el cacique, pero no cacique pobre.
Con Amaranto aprendí muchas más cosas de las que pensaba al llegar. Me decía palabras en mapuche y yo, con un diccionario corregía la escritura, buscaba la forma de enseñar en castellano con el método de la palabra generadora. Me contaba de sus antepasados, de su padre. Tuvimos dos pequeños desencuentros. En una oportunidad pude hacer una encuesta para el Instituto de la Vivienda. Entendía que había planes para hacer casas a los vecinos de la tribu. No era así; Aigo lo había intuido: “Tenga cuidado, no haga ilusionar a la gente; infórmese bien…” Experiencia política frente a la inexperiencia del joven maestro-encuestador. Una vez hablamos de los “chenques”; yo insistía sobre ellos y el generalizaba; preguntaba el contenido y los posibles sitios. Queríamos armar un Museo y mostrarlo a los visitantes, además de vender los cacharritos a los chicos y que se ganen unos pesos; esos materiales podían ser interesantes para tal propósito. No solamente me contestaba acerca de abusos de los “huincas” con esos enterratorios y cómo se habían llenado los bolsillos vendiendo cosas de plata; ante mi insistencia “científica y seria” cortó la conversación diciendo: “¿A ustedes le gustan que jodan a sus muertos? A nosotros no.” Nuevamente la experiencia y la convicción del cacique frente a la sincera pero errada postura del estudiante universitario de Historia.
Por la tarde, cuando daba sus clases de alfarería conversábamos y mateábamos. Le hablaba de las ciudades, él contestaba mis preguntas sobre las costumbres y la gente. Eran épocas de la dictadura militar; no simpatizaba con los militares, pero había logrado para su comunidad, apenas chapas por votos con los gobiernos civiles. Contaba anécdotas, viajes a Neuquén capital, visitas a funcionarios y otras retribuidas en la comunidad, en tiempos de elecciones. Decía que necesitaban fuentes de trabajo, ayuda para semillas, remedios para el ganado, que los jóvenes se fueran para no volver.
Era muy defensor de sus tradiciones, pero como toda la comunidad, la mezclaba en esos tiempos con el catolicismo (ahora se mezclan más con los evangelistas); no se llevaba bien con el sacerdote de Ruca Choroy, el padre Valerio, a cargo de la Misión, pero respetaba al obispo De Nevares las veces que se hacía presente en ella. En la disputa entre director y cura, el cacique, torcía a favor del primero. Organizaba el Nguillatúm; la fecha se acordaba con la escuela, antes o después de Semana Santa; de ese modo los chicos podían estar con sus familias en las rogativas.
En 1980 me invitó a participar, grabar notas, tomar muchas fotografías (tiempos de diapositivas y audiovisuales caseros), matear y comer con las “paisanas”, estar cerca de los músicos y grabar sus instrumentos: pifilcas, trutrukas, cultrumes…
En febrero de 2005 regresamos, tras 25 años de ausencia. Hay electricidad en las casas de material, más motos y camionetas viejas que caballos, radio y televisión; conversamos con alumnas, de nuestros ex alumnos. Charlamos, mateamos en la casa del cacique, recordamos a los ausentes.  Su esposa nos ofreció el matrón más bello que vimos en años…, pero no lo podíamos comprar. Ya no era cacique; “me hicieron un golpe de estado”; el viejo proyecto de formar una comisión de fomento iba contra el cacicazgo. Él lo sabía y “aguantó” hasta que pudo.

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