01 de Septiembre de 2019
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Historias de esquelenses para leer el domingo: "Nos vemos en cinco años, amor"

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Nos vemos en cinco años, amor.  

 

Historias de Esquelenses para leer el Domingo.

 

Por Ana Bolena

 

Máximo y yo nos conocimos cuando éramos muy jóvenes. Para confirmar que lo nuestro era para toda la vida, decidimos separarnos y acordamos encontrarnos cinco años después, en un sitio en particular a una hora particular.

 

Cuando le dije a Máximo que deberíamos reencontrarnos en cinco años para ver si realmente estábamos destinados a pasar el resto de nuestra vida juntos, me pareció que era una propuesta muy práctica. Mi idea era menos sobre el romance y más sobre ir a la segura.

 

Yo solamente tenía 18 años, estudiaba el primer año en la Universidad de Buenos Aires, como él que tenía apenas 21. Habíamos estado saliendo desde marzo y ahora era primavera. Pronto íbamos a irnos a lugares opuestos: él, a Esquel, yo a Martínez en la provincia de Buenos Aires. La separación inminente nos forzó a revaluar. Tuvimos una conversación en la habitación de su departamento de Buenos Aires, más o menos, así:

 

Yo dije: “Creo que encontrar a la media naranja depende de la persona, el lugar y el momento. ¿Qué tal si somos la pareja perfecta, pero el lugar y el momento no son los correctos? Perderemos la oportunidad y nos vamos a arrepentir”.

 

Él respondió: “Entonces, lo que dices es que hay que seguir juntos”.

 

Yo: “No. No quiero casarme con el primer chico con el que salgo de manera seria. Estoy diciendo que hay que darnos una segunda oportunidad. Veámonos en cinco años; yo tendré 23 y vos, 26. Veremos si queremos siquiera estar juntos entonces”.

 

Máximo estuvo de acuerdo. Pactamos reencontrarnos en la Biblioteca de la Facultad de Derecho, en la décima fila de la silenciosa, a las 18:00 del primer domingo de septiembre cinco años más adelante. Escribimos esa promesa dos veces en la última hoja de un libro de Llambrias, esa que solo tiene la fecha impresión, que partimos a la mitad para que cada uno se quedara con su parte.

 

Al pactar encontrarnos en un lugar público, descartábamos la posibilidad de que hubiera una intimidad incómoda. Las seis de la tarde era una hora sensata porque podíamos empezar caminando, tomando un café y, si todo salía bien, alargarlo hacia la cena y ver qué tanto más. Si no salía bien, sencillamente cada quien se iba por su lado.

 

Elegimos la biblioteca de la facultad de derecho de la Universidad de Buenos Aires por razones sentimentales; ambos estudiábamos abogacía y habíamos pasado mucho tiempo rodeados de esos libros. También era un sitio fácil de ubicar y que probablemente iba a seguir existiendo cinco años después, a diferencia de un restaurante o bar.

 

Después de ese día nos quedamos juntos. De hecho, nos quedamos juntos hasta que finalizo ese año cuando por fin terminó la relación.

 

Utilicé bien el tiempo. Tuve relaciones, amoríos, enamoramientos cortos. Llegué a preguntarme si alguno de esos hombres era mi media naranja. Por distintas razones, la respuesta nunca fue sí. ¿Si Máximo y yo no tuviéramos planeada ya una cita, hubiera sido un “sí” para ellos?

 

Tal vez sí y tal vez, no. En cualquier caso, la mayoría de mis interacciones con aquellos hombres, ya fueran de poco tiempo o de larga duración, solamente reforzaron mi sentimiento de que Máximo sí era mi media naranja y de que había sido prudente planear una segunda oportunidad.

 

Parte del acuerdo que no quedó escrito en la hoja del libro era que no le íbamos a decir a nadie, una regla que yo olvidé muy pronto. En algún momento le conté a mi mejor amiga. Ella creía que era un plan creativo, aunque sintió pena por el hombre con quien yo salía cuando le dije. También le conté a mi madre, lo cual fue un error.

 

Cuando llegamos a la fecha de los cinco años, yo estaba viviendo en Mendoza. Estaba en una relación que había ido creciendo durante cuatro meses. Máximo y yo no habíamos hablado ni habíamos estado en comunicación desde hacía varios años. Sabía, más o menos, dónde estaba él gracias a amistades mutuas, pero era la época antes de los celulares, el internet y el correo electrónico; una era pasada en la que realmente era posible perder el contacto con la gente y no saber siquiera cómo contactarlos en caso de que quisieras hacerlo.

 

Así nos sucedió.

 

Sin embargo, unos días antes de ese primer domingo de septiembre tomé un vuelo al hogar de mi familia en Martínez para ver a mi madre, con la idea de visitar Buenos Aires de nuevo el fín de semana.

 

Cuando mi mamá me pregunto a que se debía el viaje le dije: “Vine este fin de semana porque me voy a ver con Máximo el domingo”.

 

Se quedó atónita. “No sabía que seguían en contacto”.

 

 “No hemos estado en contacto”, le dije. “Pero acordamos reunirnos el primer domingo de septiembre de este año, así que tengo que estar en la ciudad”.

 

“¿Y cuándo acordaron eso?”.

 

“Hace cinco años”.

 

“¡No puede ser! ¿Hace cinco años? ¿Estás loca! Si él vive en Esquel, no va a venir hasta Buenos Aires para esto”.

 

“Claro que sí. Estoy segura de que él estará ahí”.

 

Cuando yo iba en el tren camino a Buenos Aires, mi madre llamó a mi hermana que vivía en Palermo para exhortarla a que no me dejara hacer esto, por temor a que mi corazón se rompiera si Máximo no se aparecía.

 

Al llegar, mi hermana me dijo: “Quieres vivir como si esto fuera una película. La vida real no funciona así. Él ni siquiera se ha de acordar; no va a hacer un viaje de 2.000 kilómetros. Te estás exponiendo a quedar totalmente decepcionada”. Le dije que no estaba de acuerdo.

 

Ella tenía que trabajar esa tarde y por la noche, así que me quedé (muy felizmente) sola antes de irme a caminar por la avenida Pueyrredón hacia la Biblioteca de la Facultad.

 

 Unos minutos antes de las 18:00, ya estaba del otro lado de la Avenida Figueroa Alcorta pasando el puente peatonal, y me puse a buscar entre la multitud reunida ahí. De repente vi a Máximo dirigirse hacia la escalera de entrada.

 

Nos vimos de lejos, nos saludamos y sonreímos. Crucé la calle y nos abrazamos. Nos sentamos en la escalera mirando pasar los autos por la avenida y empezamos a conversar.

 

Seguimos conversando por dos días, hasta que Máximo se subió a un avión de regreso a Esquel.

 

No fue un “felices para siempre” inmediato. Me tuve que salir de la relación con ese otro tipo. Máximo y yo tuvimos que organizarnos para vivir en una misma ciudad.

 

Unos meses después, me mude a Esquel, donde nos vimos un año hasta que nos casamos.

 

Me resistía a calificar nuestra historia como romántica. A los amigos a los que les contábamos la historia terminaban exagerándola después, con comentarios como: “¿Entonces no se vieron por diez años?”.

 

No, era un plan de cinco años. Y solamente perdimos el contacto durante cuatro y medio.

 

O a veces nos dicen: “Siempre supieron que eran su media naranja”.

 

No, justamente el punto del acuerdo era que no siempre supimos. Incluso después del reencuentro tardamos un poco de tiempo antes de ver si nos mudábamos juntos.

 

Lo cierto es que esa historia nos ha ayudado a mantener nuestra relación en momentos problemáticos. Hubiera odiado tener que terminar este relato con: “Desafortunadamente, no hubo nada ahí”. Con una historia así tienes que quedarte. Hemos descubierto que un pasado así de romántico nos ayuda a arraigarnos, a recuperar el centro cuando perdemos el equilibrio.

 

Aun así, yo insistía en que era una historia sobre la prudencia, no el romance. Solamente se la contaba a personas que no iban a pensar que estaba viviendo como si estuviera en una película, que iban a saber que se trataba de tener un amor sensato y no uno soñador.

 

Durante años, cuando terminaba de contar la historia, siempre concluía con: “Pensé que era lo más práctico darnos una segunda oportunidad y resultó ser un buen plan”.

 

 “Bueno, puede que haya sido un plan de practicidad”, me dijo un amigo hace poco. “Pero el hecho de que los dos llegaron a la biblioteca, ahí está lo romántico”.

 

Tiene razón. Nuestra fe en el otro, a pesar de las advertencias de los demás, es lo que define nuestro romance. Que los dos fuimos y estuvimos presentes para el otro.

 

Llevamos casados 25 años. Máximo todavía está presente para mí y yo estoy presente para él. Y sobre la cómoda de la habitación, junto a otros recuerdos, sigue estando presente, enmarcada, la última hoja del libro de Llambias.

 

 

 

 

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