Hace una hora, enterramos al abuelo. Mamá y yo acompañamos a la abuela Coca que lo único que quería era volver a su casa, decía que el viento frío la iba a enfermar y tenía razón. Nosotras también queríamos regresar, porque corría una brisa helada y en la noche se habían acumulado diez centímetro de nieve. Quise agarrar un puñado de tierra, para tirárselo y no pude, solo me quedé llorando hasta que mamá me dijo, vamos, tu abuela tiene frío. Al levantar la cabeza, a metros, vi a una mujer con un tapado largo y los lentes de sol, aunque estaba nublado.
Esa mujer caminó en dirección a la tumba cuando nos vio alejarnos.
A la abuela no se le cayó ni una lágrima, tampoco a mamá. Yo quería a mi abuelo, el Tuerto, le decían, porque una mañana con solo diez años recorría el campo a caballo y su padre le ordenó que bajara para atar los alambrados. Una punta saltó y le chuceó el ojo derecho. Lo perdió. No se puso un parche, decía que era de mariquitas y que al que no le gustara que no lo mirara.
De chica, él me llevaba al campo. Me enseñó a trotar en la yegua que me había regalado, a jugar a la taba, a ordeñar las vacas. Al regreso nos tomábamos unos tazones de café con leche, con pan y manteca caseros. Por ahí también huevos revueltos. A la abuela la llamábamos Doña Petrona porque se lo pasaba en la cocina, cómo le gustaba hacer panqueques y tartas. A mamá no le pasaba lo mismo, ni con la cocina ni con el abuelo.
Ya en la casa de la abuela Coca mientras yo le preparo un café, mamá me hace una seña y se va al cuarto, después la sigo. Entro y mi madre con los placares abiertos revolea la ropa del Tuerto. Hizo tres pilas.
—Tan rápido —le digo, y se ríe con esa sonrisa sarcástica y ahí me encuentro con esa mirada con la que miraba al abuelo.
—Mamá, ahora que murió, ¿me podés contar por qué tanto odio con ese pobre viejo que lo único que hacía era andar a caballo y después de más viejo, ir al bar a jugar a la taba, el truco y volver?...
—Volver…Sí, volvía porque la yegua lo traía chupado. Animal fiel ese.
—Te conozco mamá, no es solo eso. ¿Viste a esa mujer?
—No.
—Sí, la viste, no mientas. La viste antes que yo. Por eso huiste.
—Hablá despacio, no quiero que tu abuela escuche. El Tuerto tenía otra mujer y otra hija.
—¿Qué? El abuelito divino. Nunca lo hubiese pensado. Miralo al viejito —le digo y me río, cómo me río.
—¿Te reís? —me pregunta indignada.
—Mamá me causa mucha risa porque siempre lo vi como un pobre gaucho, que amaba lo suyo y a la abuela. Todos escondemos algo bajo la alfombra. ¿Sabe la abuela Coca?
—Todo el pueblo sabe. La hija se llama como yo. Somos cuatro gatos locos, y hay dos Silvina Fillippo. ¿Qué me contás?
—Que no me importa lo de las dos Silvinas. Para mí fue un abuelazo.
—Vamos a ver si decís lo mismo cuando la otra Fillippo te saque el campo.
Marisa Gomez