La iglesia católica tiene un nuevo Papa: León XIV (Robert Francis Prevost). Cercano a Francisco, norteamericano de nacimiento y con un pasado misionero en Perú.
El pontificado de Bergoglio (Papa Francisco) se retira del escenario como llegó: caminando despacio, tratando de no perder más influencia en latinoamerica y haciendo mirar al mundo a Argentina y su gente; esa que engendra líderes y referentes que andan sin nacionalidad propia como parte de todos.
Como manda la liturgia de siglos, otro ocupa ahora su lugar. Con nueva voz, nuevo nombre y, acaso, nuevo signo de los tiempos; ese donde sea por raiz, aprendizaje o adopción, no puede dejar de mirar a nuestro continente.
La nacionalidad del elegido es un hecho sin precedentes y, a la vez, profundamente simbólico. No porque su pasaporte condicione su fe, sino porque ningún pontificado es ajeno a su tiempo. Y este, el que vivimos, está marcado por una disyuntiva no resuelta donde, aún, lo colectivo cede ante lo nacional, la inclusión ante la frontera y el diálogo ante la doctrina.
Que la Iglesia Católica —una institución que ha aprendido a leer los signos de la historia con paciencia milenaria— elija hoy a un Papa nacido en la potencia más influyente del siglo XX, puede ser una coincidencia geográfica o quizás sea una señal. No necesariamente de ruptura, tampoco de retroceso, pero sí de realineamiento. La fe no se escapa del contexto. Dios, al parecer, también se adapta.
Como sucede en los ciclos políticos, la elección de un líder responde a las tensiones acumuladas, a la necesidad de balance o al deseo de cambio. Lo mismo ocurre en la Iglesia. Francisco fue, para muchos, un contrapeso pastoral a una institución sedienta de alma. León quizá, llega para ofrecer estructura a una era confundida. O, al menos, para parecer firme donde todo se tambalea.
El rito continúa. Suenan las campanas. Y aunque los reyes no reinen, aunque los papas no gobiernen como antes, la vieja fórmula sigue teniendo peso: Muerto el rey, viva el rey. No porque uno valga menos que el otro. Sino porque la historia —la laica y la sagrada— no se detiene.