En este breve artículo me referiré a algunos aspectos de la realidad política y social en la que estamos inmersos, pero evitando poner nombre propio a los fenómenos, para brindarle un enfoque objetivo y más global al análisis.
Cuando hablamos de desintegración de la sociedad, en términos rousseaunianos, nos referimos a la desaparición del «Estado» como espacio público de contención social.
La presencia del Estado, como concepto amplio, se verifica en la existencia de una vastedad de actores sociales que nuclean e integran a la sociedad para atender objetivos comunes. Y así como existe un fenómeno de delegación que justifica y legitima la creación jurídica de un Estado, también el Estado delega una porción de ese espacio público para atender con mayor solvencia los fines comunes que es su deber concretar. De ese modo se justifica el traspaso de servicios públicos a manos de particulares, la exención impositiva, aporte y fomento estatal a instituciones de carácter educativo, social, cultural, deportivo, político, etc.
Es decir, el Estado en todas sus formas siempre debe estar presente para asegurar el cumplimiento de las metas sociales que justifican su existencia, pues si el Estado desapareciera, también desaparecería con él la sociedad.
Entonces, hablar del «Estado Presente» es hablar no solo del «Estado» como entidad jurídica, sino de la «Sociedad» en su conjunto como único garante de las metas comunes.
Ahora bien, el primer proceso de reforma y desregulación del Estado que se consolidó en nuestro país en la década del noventa, logró convencer a gran parte de la sociedad de que el Estado era el gran causante de nuestros males, sobre todo en materia económica; en tal contexto se postuló que aquello que históricamente fue un mal negocio para el Estado, podría ser un excelente negocio en manos privadas, que a la postre ello traería progreso y trabajo, que el Estado solo debía mantenerse al margen y dejar que las relaciones comerciales fluyan y se expandan en procura del bienestar, que es la meta individual que comanda el interés común en un mundo regido por las reglas del mercado.
Dicho esto, es justo también reconocer que en la década del noventa este fenómeno de desregulación del Estado y entrega de los espacios públicos a empresas privadas fue un fenómeno global, y quizás por ello logró legitimarse hasta el punto de no forjar duelo alguno en el imaginario colectivo por la pérdida de aquel espacio propio, por el contrario, desprendernos de a poco de aquella «cosa pública» que tanto respetábamos, fue comprendido como una suerte de liberación.
Serán finalmente las crisis las que harán valorar inexorablemente a la sociedad aquel espacio perdido, movilizándola para recuperarlo. También serán las crisis en otros tiempos políticos las que llevarán a la sociedad a desdeñar de él y a entregarlo nuevamente, como si se tratara de una pesada carga, en un claro círculo vicioso.
Obviamente que la reedición permanente de nuestros fracasos no es posible sin un proceso propagandístico eficiente, pues, en definitiva, la única forma de que estas políticas estacionales se consoliden es logrando que la sociedad se sienta ajena a lo público, o peor aún, que nunca debió ser parte; que el ciudadano sienta, en definitiva, que ya no tiene ninguna responsabilidad por los males que le rodean, pues la ley del mercado es como la Ley de la gravedad y si el fruto se desprende solo del árbol porque no tuvo quien lo recoja a tiempo, no es responsabilidad de nadie y es justo que valga menos o incluso que se pudra en el suelo si nadie supo aprovecharlo.
Alain Touraine, en su ensayo «Un Nuevo Paradigma…» habla del «Fin de lo social», precisamente por considerar que existe un debilitamiento en el análisis de categorías sociales.
El neoliberalismo en su fase actual plantea una tensión entre el Estado y el Individuo, pero sucede que las garantías individuales (como la propiedad privada, por ejemplo) que contraponen límites al Estado y que se invocan para justificar su desregulación, no nacen de iniciativas individuales sino de procesos colectivos y por lo tanto no están destinadas al “individuo” en sí, sino a la sociedad en su conjunto.
Separar al Sujeto del Estado como si se tratara de antagonistas a la hora de analizar las políticas públicas es una rémora del individualismo, sustrato del discurso político actual, que es receptado con éxito por una sociedad narcisista y nostálgica que quiere verse reflejada en un espejo que no le pertenece y valora lo que tuvo, recién luego de haberlo perdido.
Revertir este proceso es arduo porque nace y se desarrolla como un vicio de la política, un espacio que se deslegitima deliberadamente desde el poder, precisamente para que la sociedad se sienta ajena a él. Recuperar el Estado como meta integradora de la sociedad es también asumir como propios los espacios perdidos, reconocernos como individuos, pero conscientes de que somos parte de una sociedad y por lo tanto, sujetos políticos responsables y presentes.
Luis Virgilio Sánchez
Abogado. Escritor