RED43 sociedad
07 de Septiembre de 2025
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Marisa Gomez

Por ser negro

Escrito por Marisa Gomez

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Por ser negro

 

Suena el timbre.

 

A partir de hoy vas a tener un compañero nuevo, lo voy a sentar a tu lado, le dice la directora a Isabella. Le despeja el flequillo de arriba de los ojos, le sonríe y agrega, es el hijo de la hermana más chica del cura de la parroquia que tanto ayuda a tus padres.

 

Isabella la escucha como lo hace siempre, como oye la brisa cuando le pega en la cara. Después se dirige al mástil para izar la bandera y al escuchar los acordes de Aurora levanta la cabeza, y ahí lo ve, lejos y último en la fila.

 

La directora saluda y, desde ese instante hasta que entra al aula, retumba el cuchicheo. Llegaron hace unos días. Ese vago del cura los trajo. La madre y un hermanito también tienen el pelo mota.

 

Todo el curso de Isabella entra al aula, después ingresa la docente y la directora acompañada del nuevo. Los mira seria y les dice, les presento a Juan Alberto. Levanta la mano, allá, señala a Isabella.

 

Silencio y después, otro cuchicheo como el aleteo de los tábanos da vueltas el aula. Juan Alberto no despega los ojos de sus zapatillas descoloridas. La directora vuelve a decirle, Juan Alberto, allá, allá está Isabella, andá. Él levanta la cabeza y la mira serio sin pestañear hasta que se sienta.

 

Es la hora de lengua. Isabella reojea su escritura y se enamora de la letra.

 

Vamos al recreo, le dice Isabella al oír el timbre.

 

Juan Alberto no le contesta. Sigue copiando del pizarrón.

 

Vamos, así te presento a los otros compañeros.

 

Con un movimiento de cabeza le dice que no.

Los alumnos de quinto año se juntan en una esquina del patio y se superponen las voces. ¿Le viste los ojos? Ojalá no te lo cruces de noche. Todo el pueblo los vio con el cura. Al padre, lo mataron. Sí, por ser negro.

 

En la hora de matemática, Isabella observa a Juan Alberto que no avanza con la solución del triángulo rectángulo.

 

¿Querés que te ayude a calcular la hipotenusa?, a veces Pitágoras se enloquece, le dice.

 

No. Lo hago solo, responde Juan Alberto.

 

De nuevo el timbre. Todos salen a los apurones entre risas y señas. En cambio, Juan Alberto lo hace a otro ritmo, Isabella a su lado y al llegar a la calle, ya no se ve ningún guardapolvo blanco. 

 

¿Querés medio alfajor de maicena?, y recibe otro no como respuesta. Pero a Isabela le atrapa esa voz, diferente al resto de los compañeros, aglobada, en tonos bajos, certera, casi como un puñal en la espalda.

 

¿Vivís en la parroquia?, le pregunta. Y Juan Alberto asiente con la cabeza.

 

Entonces te acompaño, mi casa está pasando la plaza.

 

No hablan. Isabella apura el paso para ir al lado de Juan Alberto y al llegar  a la esquina, antes de cruzar la calle, se oyen las risotadas y los insultos, fuera negro de mierda, mono, fuera mono. En la plaza, Isabella distingue a cuatro de sus compañeros escondidos detrás del monumento a San Martín. Cruza la calle para increparlos. Llueven las piedras. Isabella se agarra la cara con las dos manos y grita, mi cara, mi cara. Juan Alberto corre para ayudarla cuando ve que los compañeros huyen, cobardes, blancos cobardes, les grita, y abraza a Isabella.

 

                                                                        Marisa Gómez

 

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