Nunca más los zapatos ortopédicos
María limpia el placard y en uno de los cajones de esos que no se abren nunca, encuentra una caja. La agarra, le pasa la mano como si la acariciara, se sonríe, la abre y ahí están. ¿Cuántos años pasaron? Más de sesenta, se dice, y recuerda aquella tarde cuando sus padres se enteraron que había llegado al pueblo uno que se hacía llamar: el ortopedista. Al día siguiente lo fueron a ver.
Si no corregimos la pisada, esta chica no podrá caminar bien, y hay riesgos que en un futuro termine en una silla de ruedas, les había dicho a sus padres. Y agregó, urgente debe usar los zapatos ortopédicos, tienen presilla y una puntera como la luna en cuarto creciente.
Después el ortopedista le pasó la esponja mojada por las plantas de los pies y la hizo caminar sobre las hojas de papel que él había colocado en el suelo. También recuerda que se los había imaginado blancos, de charol con agujeritos y calados, presilla y botón de nácar.
María agarra los zapatos, desprende y prende el botón de la presilla y los levanta. Pesados, duros, y se acuerda de su padre cuando llegó con la caja En ese momento, la emoción hizo que rompiera el papel, aparecieran los zapatos cuadrados como los ladrillos, más feos que los que usan las monjas de clausura. Y en la punta, no estaba la luna sino un cacho de acero. Aterradores.
Levantó uno y lo arrojó contra la pared, agarró el otro e hizo lo mismo, mientras gritaba, no los voy a usar, prefiero la silla de ruedas.
La madre la mandó a la cama. El padre los levantó del suelo, los estudió, los tiró hacia arriba como quien arroja una pelota. Después fue al cuarto de María y la convenció para que se los pusiera. Ella arrastraba los pies y gritaba, me van a dejar paralítica.
No paró de llorar hasta que respiró hondo, se secó las lágrimas y se sentó frente a la pared en su sillón. Miró la punta de acero, tomó envión y la incrustó. Tomó impulso de nuevo, otra marca, menos revoque y sus piernas más doloridas.
Caminó por la casa, arrastraba más los pies y en cada paso un quejido.
En la cena empezó a mover las piernas de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, primero despacio, luego fuerte hasta que le incrustó en la rodilla a su madre, la medialuna de acero. La cachetada se escuchó en el barrio.
María se sacó los ortopédicos y salió corriendo hacia la calle, solo para arrojarlos lejos.
Lloviznaba, la cuadra estaba oscura, la farola de la esquina no encendía y se escuchó, María, María, los gritos de la madre y también los alaridos del padre, casi junto a la frenada del auto que la atropelló. Los zapatos quedaron marcados en el parabrisas.
María mientras los acomoda en la caja, recuerda que nadie en el pueblo, supo más del ortopedista. Después, se queda mirando su imagen en el espejo de la habitación y acomoda los brazos de su silla de ruedas.
Marisa Gomez